Luna Nueva
La Jornada Maya

13 de julio, 2015

Llego al sanatorio media hora antes de la cita, como siempre. Más que el rótulo Centro Médico Nacional Siglo XXI aquí en la Ciudad de México, sobre Avenida Cuauhtémoc, los caminantes cabizbajos que rondan ante el enorme muro frontal de piedra gris, me aseguran que estoy llegando al hospital. Desde la puerta principal donde las uniformadas me observan detenidamente al entrar no se ve el próximo bloque, hay que recorrer un pasillo interminable que me lleva al siguiente portón. La vigilancia aumenta en cada ventanilla, hasta que solamente puedo pasar si muestro mi carnet vigente y la cita marcada en la fecha de hoy.

Este tramo rumbo al paredón lo recorro sin pensar nada para no angustiarme. La primera vez que llegué con este bulto informe en la garganta no sabía lo que me esperaba. Aunque todas las hinchazones deben tener un parentesco con el cáncer, no quería pensar en eso. Las citas que siguieron nunca me aclararon nada. Ni en la sala para sacar sangre, ni donde fui a entregar orina, ni cuando me pusieron en la vena un líquido que dejaría ver claramente mi linfa y mis pulmones, nunca nadie me ofrecía algún indicio y, por mi propia paz, yo no lo buscaba. En la mesa de la tomografía, antes de entrar al Somatom, en esa marcha milimétrica en la que los Rayos X sacaron imágenes transversales de mi tórax pensé, en vez de los abultamientos que debían aparecer, que me estaban midiendo para un extraordinario viaje al universo, donde vería lunas, galaxias y estrellas a punto de estallar. A veces, como me pedía la encargada de la máquina, debía aguantar la respiración y yo obedecía, con tal de prepararme bien para el viaje universal.

Antes de cualquier señal sobre el tumor que ya me impedía tragar a gusto, una de las batas blancas me anunció que debía hacer una biopsia. La seriedad del aviso y el silencio que provocó en el consultorio agoraban algo doloroso. Llegué a la sala con camiseta de algodón muy escotada, para que pudieran explorar mi cuello a fondo, usando mi fórmula secreta que consiste en no pensar. Recostada, con protección sobre mi pecho y las orejas, después de varios líquidos helados sobre la garganta, con luz directa, me interesaban los aguzados ojos del doctor y los dedos palpando, que ya no sentía por la anestesia que habían aplicado. Veía claramente los guantes de látex y, cuando brilló una jeringa o un bisturí, me enclaustré para imaginarme a mí misma en un laboratorio químico, rodeada de pipetas, matraces, embudos donde de joven, cuando estudiante, me encantaba estar para asomarme al microscopio. Ahí estaba yo, sobre la platina, entre el espejo y el lente ocular, convertida en una muestra del mágico mercurio, metal líquido que se derrama y se ladea, o un pedazo de polonio duro conductor de electricidad; quizás esos ojos atentos, sobre mí, fueran los de Marie Curie.

Estoy en la sala de espera, aún vendada en la garganta, junto a otras decenas de enfermos que han recibido o recibirán noticias. Sus caras dejan ver dolor o alarma, o hablan tratando de tranquilizar a un familiar ausente. ¿Cuál será mi cara ahora? Busco un espejo o un cristal y no me encuentro. Tampoco mido el tiempo, ese gran oponente de la paz que quiero guardar. La puerta del consultorio señalado se abre, paso al trono de los acusados y el doctor se levanta, tiene que salir, entra en su lugar un muchacho, supongo que estudia (o al menos eso espero) y revisa en la pantalla de la computadora las conclusiones de los exámenes de mi cuerpo. Me clavo en su semblante para descifrar las muecas, los gestos, cualquier seña de cómo vaya a ser llamado ese nódulo que ha crecido rebelde en mi gaznate. Cuando acaban sus ojos de transitar por la pantalla parece que el joven estudiante ha llegado a una conclusión. No dice nada y se acomoda, torciendo la boca. Confirma que sí, que se trata de un cáncer, pero hay que sacarlo para saber si empezó en la tiroides o alrededor, porque ya se encaramaron ahí. Después de operarme podrá saberse si habrán de darme tratamiento aunque el muchacho no sabe, porque ya se fue al pulmón y al hígado pero me calma, “no se preocupe, estos casos pueden durar hasta seis meses”. Nunca me mira, nunca me pregunta. Me hace salir con otra cita para varias semanas después, no sé para qué.

En la sala de espera siento marearme y gano una silla, me detengo a comprender lo que ha pasado y lo que va a venir. A lo lejos me observa una mujer muy seria, tan asustada como si quisiera huir, concentrada nada más en no caerse de la silla con una venda igual que la mía; no es ninguna señora, soy yo; me veo reflejada en la ventana y tomo aire profundamente. Por fin puedo caminar a la salida, igual están de frías las paredes y las ventanillas pero alguien ha bajado el volumen de los altavoces y hasta del tránsito en la calle. Subiendo al Metrobús sé que voy hablando sola y que me observan pero no me importa. Tengo que contármelo a mí misma para contarlo a mi familia, que me espera.

Pasan los días en un plano de tiempo indescriptible. Me habla por teléfono una querida amiga que tiene cáncer y está negociando su jubilación. Por motivos jurídicos tiene una duda: “oye ¿somos discapacitadas?” Muy buena pregunta. Hasta ahora puedo caminar, comer y hablar, pero la gente que me rodea me ve con una cara diferente, como si ya no tuviera facultades para planear mi futuro, para pensar o decidir. Parece que ahora pertenezco a una nueva especie, ahora estoy enferma.


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