Daniela Tarhuni
Foto: Tomada de la web
La Jornada Maya

Viernes 29 de abril, 2016

El 26 de abril de 1986, el mundo fue testigo de la peor crisis nuclear en la historia de la humanidad, debida al colapso del reactor 4 de Chernóbil y la consecuente liberación de materiales radiactivos y tóxicos que, se calcula fue 500 veces superior a la explosión de la bomba de Hiroshima, hecho que transformó a la idílica ciudad de Prípiat de la noche a la mañana en una ciudad fantasma.

El accidente de Chernóbil, que no había tenido comparación hasta la crisis nuclear de Fukushima, Japón, en el 2011, se debió en gran medida a una serie de deficiencias en el diseño y a errores humanos en la operación de la planta, cuyas consecuencias resultaron inmediatas para los residentes y el medioambiente en Prípiat y las zonas próximas a la planta en las regiones de Ucrania, Bielorrusia y Rusia.

Con Chernóbil se replanteó la percepción social sobre la ciencia, considerada hasta ese momento como una actividad que, inexorablemente, conducía al progreso y al bienestar, solucionando la mayor parte de nuestros problemas. Como consecuencia del accidente, la aplicación de la ciencia se transformó en una actividad que podría implicar un riesgo incontrolable.

A raíz de este desastre nuclear, muchos teóricos comenzaron a estudiar críticamente las relaciones entre ciencia, tecnología y sociedad. Uno de ellos fue el sociólogo alemán Ulrich Beck, quien definió al riesgo como una exposición voluntaria, deliberada y calculada a un daño, vinculado al uso de la ciencia y la tecnología, para obtener algo a cambio.

Prueba de ello sigue siendo Chernóbil. La Organización Mundial de la Salud estimó hace años en cuatro mil el número de personas que podrían morir, debido a la exposición a la radiación en el área; sin embargo, hoy sigue siendo un reto estimar el número real de afectados. Han pasado treinta años y las imágenes de la planta, las personas afectadas y sus alrededores siguen siendo inquietantes.

No se trata de satanizar a la ciencia y a la tecnología, ni de frenar las investigaciones o el desarrollo tecnológico. Beck puso en el centro del debate la incertidumbre, la inseguridad y los riesgos que enfrentamos por las decisiones respecto al uso de la ciencia y la tecnología que, al final del día, pueden llegar a impactarnos significativamente.

Se trata de encontrar un punto de equilibrio y poner en perspectiva todas las posibilidades que brinda la ciencia y los riesgos a los que nos expone su uso o aplicación. No podemos calificar la ciencia como “buena” o “mala”.

La energía nuclear ha demostrado ser una alternativa energética para reducir el uso de combustibles fósiles, al mismo tiempo nos ha mostrado su lado más letal a través de las aplicaciones en la industria militar. La gente de Hiroshima y Nagaski lo sabe bien.

Actualmente dos proyectos científicos y tecnológicos tienen a Chernóbil como eje. El primero es un proyecto de megainfraestructura iniciado en 2004: un domo colosal de 260 metros de diámetro y 110 de altura, cuyo objetivo será evitar la filtración de radiación al menos 100 años más y que se espera en 2017 concretar su instalación. El segundo se relaciona con la fauna silvestre en la zona de exclusión para registrar el nivel de exposición radiactiva que recibe con el fin de reducir la incertidumbre en la estimación del riesgo para los humanos y la vida silvestre.

Si bien es cierto que la ciencia y la tecnología juegan un papel central en la[i] sociedad del riesgo[/i] descrita por Beck, los sistemas políticos y los tomadores de decisiones son clave en el desarrollo de estas sociedades, para bien y para mal, porque no hay que olvidar que la distribución del riesgo es, por lo general, inversamente proporcional a la distribución de la riqueza.

Hace treinta años fue Chernóbil. Hace cinco años fue Fukushima, pero ha habido por lo menos ocho accidentes nucleares significativos en el mundo desde 1952. Pero, si de recuentos se trata, ¿cuántos desastres no ha habido en nuestra historia más reciente? Fugas de pesticidas o tóxicos industriales, incendios, explosiones o derrames petroleros.

Y esto no tiene que ver sólo con el uso de la ciencia, sino con las decisiones políticas de los actores que, a fin de cuentas, son los responsables de la exposición al riesgo de comunidades y áreas naturales.

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Mérida, Yucatán


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