Texto: Kalman Verebelyi
Fotos: Fernando Eloy
La Jornada Maya

Nunkiní, Campeche
Lunes 14 de noviembre, 2016

Al que madruga, Dios le ayuda, reza el dicho popular, o lo acompaña en la peregrinación de los feligreses de Calkiní, quienes cada 13 de noviembre cargan en sus hombros a su santo patrono Isidro Labrador hasta Nunkiní, donde san Diego de Alcalá espera su visita. Los calkinenses parten a las seis de la mañana para recorrer los diez kilómetros que separan a estos dos poblados del Camino Real.

Para cuando arriban, a eso de las 9 horas, la mayoría de los habitantes de Nunkiní ya adelantaron su quehacer cotidiano para no faltar a la misa. A la procesión donde, entre estandartes, los devotos con sus veladoras encendidas acompañan a los santos patronos en su recorrido alrededor del parque. Las calles adyacentes a la iglesia, se encuentran construidas en el siglo XVII sobre un montículo para ofrecer una mayor visibilidad a san Diego de Alcalá en su permanente vigía sobre los pobladores mayas de esta región.

Paralelamente a los preparativos para participar en la misa, en la peregrinación, en la comida gratis ofrecida en el amplio jardín de la iglesia, se está desarrollando otro evento que tiene sus raíces en el combate a una epidemia que diezmaba a la población. Hablamos de la temible viruela negra.

La versión oficial de Pedro Suárez, indica que el advenimiento de la viruela negra, que sentó su reino en el lugar donde nace el sol y, sesgando un sinnúmero de vidas, extendió sus dominios a las poblaciones aledañas. Esta es la razón por la que en Nunkiní existen dos cementerios, uno al sur y otro al norte.

La región se hundió en la desesperación y en el asombro, pues esta enfermedad era totalmente desconocida. No se sabía de dónde provenía, ni cuál era el motivo por el que arrebataba con tanta celeridad la vida a gran número de hombres, cuenta Suárez.

Por aquel entonces, distante a dos kilómetros al norte de Nunkiní, existía una comunidad maya de nombre Chan Cah que en español significa: “Pequeño pueblo". Una de las familias de esa comunidad, para resolver el misterio del terrible azote, recurrió a un [i]h-men[/i], curandero que hacía las funciones de clarividente.

La respuesta fue la siguiente: la maldita enfermedad proviene de los blancos y la única vía de salvación para ahuyentarla, consistirá en hacer la efigie de un hombre blanco y quemarla durante la procesión de san Diego.

Al conocerse la estrategia para desterrar la viruela negra, todos los habitantes de la pequeña comarca, hombres, mujeres, niños, jóvenes y ancianos, en unidad con los de Nunkiní, decidieron elaborar, ya no uno, sino varios muñecos de color blanco.

En las celebraciones del patrón mientras el fuego, en grandes llamaradas, consumía los muñecos, la angustia de los pobladores se reducía a cenizas. La viruela, como por arte de magia, como por milagro divino, cesó y se hizo gran fiesta.

La versión de Pedro Suárez no dista de lo contado por los guardianes de la tradición, como en la calle México, donde en una de las chozas de estilo maya se prepara el muñeco al que “bautizan” con nombres diferentes. Ya hubo Pedro, Juan, José y este año hubo propuestas para ponerle Donald, pero fue rechazado.

[i]El Caballero de Fuego[/i], como se conoce a estas imágenes de cerca de dos metros de alto, hecho con palos, cubierto con papel como si fuera una piñata, empieza su recorrido temprano en la mañana y visita las casas, donde espera alguna prenda para su vestimenta, alguna ayuda económica para su mantenimiento.

Ya los sonidos de la peregrinación se han disipado. Entonces el [i]Caballero de Fuego[/i] entra en su choza para ser vestido con cada una de las prendas que recibió. Cinco pares de calcetines, 12 camisas, 30 paliacates, ocho sombreros, 13 pantalones componen su atuendo. Su estómago está satisfecho. Antes de ponerle sus ropas, ha sido cuidadosamente llenada con una considerable cantidad de pólvora y petardos.

Terminada la fiesta religiosa y la comida, la música de banda saca al Caballero de Fuego de su guarida, que procede a recorrer las calles hasta llegar a la explanada frente a la iglesia. El terreno ya tiene su atractivo explosivo: petardos amarrados con mecha para propagar el fuego.

Los fiesteros le dan su último baile al [i]Caballero[/i], lo asientan firmemente y, cuando ya todo está preparado, se prende la mecha con decenas de petardos. El ruido de las explosiones invita a la gente a acercarse; cuando el fuego llega hasta el Caballero y se enciende la pólvora en su barriga, muchos de los devotos ya están preparados para correr hacia los restos del muñeco, porque para la ofrenda del año venidero hay que conseguir un pedazo de tela o de sombrero que acredite su deseo de participar en la quema del muñeco del año venidero.


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