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Texto y foto: Mauricio Cervantes
La Jornada Maya

Jueves 11 de junio, 2020

Al mudarme con mi familia junto a la antigua hacienda henequera de Xcumpich (el pich de la hondonada), en Mérida, empecé a regalarme visitas al Jardín Botánico del Centro de Investigaciones Científicas de Yucatán (CICY) para indagar cuál de sus árboles era el pich, parota o guanacaste.

Una vez identificado me sorprendí con la docena de ejemplares -al menos de 15 m de altura- que circundan mi casa. Durante varias semanas me dediqué a recolectar sus frutos a la par que me imbuía del rojo bermellón de las flores del compañero que siempre crece a su lado: el flamboyán.

En medio del confinamiento sanitario, y ya que desde fines del año pasado mis enseres artísticos se han quedado encapsulados en un taller cerrado en Oaxaca, para crear he regresado a lo básico. Además de las semillas recolectadas pueblan mi mesa de trabajo una navaja, cinta adhesiva, cartón y yeso. Eventualmente encargué un par de cajas de madera al carpintero del barrio. El resultado es una expresión de la abundancia dicha con gestos mínimos; una paradoja descubierta entre otras menos halagüeñas.

La primera está en el eficiente servicio de recolección de basura municipal, en contraposición a incipientes campañas contra el uso de plástico y poliestireno. De mis recolecciones aprendí que junto a especies introducidas como el flamboyán y otras nativas como el pich -ambas leguminosas- varias más producen una cantidad insólita de semillas que son forrajeras y en el mejor de los casos un rico complemento alimenticio.

El pich y el ramón fueron fundamentales en la dieta de los antiguos mayas. Hoy, toneladas de frutos y semillas del arbolado urbano terminan en el basurero.

Revisar los programas de reforestación de las administraciones en turno -la municipal y la estatal- es alentador: a los 2 millones 300 mil árboles del inventario meridano actual se sumará un alto porcentaje de los 600 mil destinados para las zonas urbanas de Yucatán. Desconcertante es cuando otras oficinas de las mismas administraciones autorizan que enormes superficies conurbadas se transformen en desarrollos inmobiliarios que, si bien reservan para los jardines lo que marcan las normas, antes arrasan con toda la flora nativa.

La más escandalosa de las paradojas es la de la semana pasada, en que se conmemoró el Día Mundial del Medio Ambiente. Sobre el banquete celebrativo: en las jornadas previas el presidente del país daba el banderazo al Tren Maya, un proyecto que augura enormes bondades turísticas mientras minimiza hasta niveles inéditos lo que podría ser su columna vertebral: la preservación del medio ambiente. Otro plato del banquete fue el recorte del 75 por ciento al presupuesto de la Comisión Nacional de las Áreas Naturales Protegidas (ocho de ellas serán atravesadas por el tren). Disminuirá con el recorte la vigilancia de selvas, manglares y arrecifes en la península. El deterioro de Reservas impide mitigar inundaciones y otros efectos devastadores de tormentas tropicales como Amanda y Cristóbal, los otros invitados al festín.

Estas paradojas me remiten con tristeza a la obra del artista Francis Alÿs, La fe mueve montañas, ligada a la idea de “un máximo esfuerzo para un mínimo resultado”. La acción, realizada en la III Bienal de Lima de 2002, consistía en un inútil desplazamiento geológico. Fueron convocados quinientos voluntarios para formar una larga hilera de trabajadores para que palearan contra el viento una duna de cuatrocientos metros de diámetro. Fue movida solo unos centímetros.

Confío en que, al menos dentro de la metáfora de mis objetos, las semillas de pich y flamboyán puedan germinar en suelos poblados por menos contradicciones.

*Artista visual. Premio al Mérito Ecológico 2017.

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Edición: Ana Ordaz


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