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Foto: La Jornada Maya

Nadie puede decirse engañado, al menos no después de un cuarto de siglo. Mérida vio, a principios de los años 90 del siglo pasado, cómo su primer gran fraccionamiento iba tomando forma y poblándose. Las señales de lo que ocurriría con los siguientes desarrollos estaban ahí: casas pequeñas, de techos bajos, lotes que apenas dejaban un espacio para patio, pero ni soñar con tener árboles; Francisco de Montejo es, hasta la fecha, una plancha de concreto y una isla de calor.

Aventurarse en el vecindario para visitar a las amistades producía la sensación de salir de Mérida. “¿Qué te parece mi pueblo?”, era una de las frases que se escuchaba de los recién avecindados. Y sí, las casas fueron habitándose lentamente, por lo que el tráfico vehicular, sobre todo si se había ingresado por la calle 60, era mucho más tranquilo. La crisis que provocó el “error de diciembre”, contrario a otras zonas de la ciudad y del país, aceleró el poblamiento de Francisco de Montejo, pero porque fueron llegando personas de otros lugares del país.

“¡¿Chilango?! Pero, ¿de la Ciudad de México o de Francisco de Montejo?”, solían (¿solían?) preguntar los cómicos regionales en un momento de interacción con el público en los espectáculos de los bares. Pero esa fue la realidad: el gran desarrollo inmobiliario terminó como producto para un mercado foráneo, ni siquiera para el peninsular.

 

Pueblos y ciudadanos que no lo son

El milenio trajo otros desarrollos ubicados en la periferia del municipio; próximos a algunas comisarías, pero no necesariamente parte de estas poblaciones: Ciudad Caucel, Los Héroes, Las Américas, todos grandes, todos sin cobertura vegetal, todos pensados para acceder en automóvil y por lo tanto las vialidades se convierten en cuellos de botella durante las horas pico. Son ciudades-dormitorio, no colonias, no vecindarios. Otras ciudades dentro de Mérida, desarrollos diseñados para que sus habitantes descansen y al día siguiente salgan a trabajar; no son espacios para crear comunidad.

Tan no lo son que los vecinos adquieren “una capacidad de resignación impresionante”, según María Elena Torres Pérez, investigadora de la Universidad Autónoma de Yucatán (UADY), ante la falta de equipamiento urbano; pero también a la falta de oportunidad para la participación política. En términos absolutos, poblaciones más pequeñas como las comisarías y subcomisarías de Mérida tienen acceso a más servicios o al menos cuentan con parques, canchas, celebran fiestas patronales y eligen a su comisario municipal (aunque esto también es relativamente reciente, desde 1991, durante la primera presidencia municipal de Ana Rosa Payán).

Tras las inundaciones que provocaron las “lluvias atípicas” de 2020, esta situación parecía tomar otros visos y que por lo menos los vecinos de Las Américas ya no se resignarían ante la carencia de servicios y de un sistema de drenaje eficiente. La respuesta que obtuvieron entonces de la autoridad municipal los devolvió a la realidad: para Mérida son ciudadanos de segunda. De las Méridas periféricas tendrá que salir entonces un cambio, uno que contemple la inclusión de todas las ciudades dentro de este municipio.


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Edición: Estefanía Cardeña


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