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Atrapa historias como quien atrapa luciérnagas para que iluminen su noche

En un mundo en el que vivimos con las manos atadas, Sheila optó por liberarse
Foto: Pablo A. Cicero Alonzo

Una mariposa amarilla revolotea en el centro de la ciudad, esquivando despistados transeúntes. Entra, evitando el mar de gente, a un autobús, y recorre parte de la ruta hasta bajarse en Itzimná; ahí, en una flor del parque, se posa y concluye su odisea. Un grupo de jóvenes quita los adoquines de una calle parisina, seguros que debajo de ellos se esconde una playa; y, en efecto, la hay. Otros hallan perlas en el páramo, esmeraldas en la pradera, diamantes en el cielo. Una chica despierta y se prepara un café, y en lugar de subir una fotografía a Instagram, escribe unos versos en una libreta. Versos sencillos, sin grilletes de métrica y rima; una revolución de palabras, tan cálida y estimulante como la bebida que humea junto a ella. Esa chica se llama Sheila, tiene veintitrés años y un ramillete de poemas de ciento ocho páginas. Está recién impreso, salidito del horno, y lo presentará el próximo 16 de diciembre, en el Olimpo. Comenzó a escribir hace ya casi cinco años, cuando otra joven como ella, Rupi Kaur, le mostró que la tinta y el papel lo aguantan todo, que no era necesario encarcelar los sentimientos en sonetos o en liras, sino simplemente liberarlos: las palabras como animales salvajes: estampidas de ideas e imágenes. 

Escribir, entonces, se convirtió en manía, y comenzó a atrapar historias como quien atrapa luciérnagas y las pone en un frasco para que iluminen sus noches. El poemario que presentará está dividido en cinco capítulos —desamor, ella, amor, arte y otros— y es un universo en miniatura, una historia contada en cuentas. Comenzó como vacuna contra la soledad, chochitos para sobrellevar la vida real, y pronto se convirtió en un distintivo. 

Una chica a contracorriente, que prefiere bailar con palabras, exhibirse con versos, a esconderse en la hipocresía de las redes, en las máscaras de la perfección del Instagram. En un mundo “en el que vivimos con las manos atadas a las personas, a los celulares, a la vanidad”, Sheila optó por liberarse. Sin embargo, hasta hace poco sólo escribía para ella: esas páginas en blanco que llenaba con lo que le dictaba el momento —esos “quince minutos de ansiedad a las tres de la mañana”— dormían en sitios secretos, escondidas a otros ojos. Fue en este encierro en los que decidió liberarlas, en dejar de hablar sola para platicar con otras personas. Y así, en la tristeza del encierro encontró la felicidad en el proyecto de publicar setenta y siete poemas. El proceso fue largo —“porque soñar nunca le había costado; despertar, sí…”— y en ese camino siguió escribiendo. 

Según ella, sus poemas más recientes son más maduros y más complejos, pero esa certeza no demerita los que en breve presentará: son parte de un crecimiento que quiere compartir. En estos días raros, hay personas que le encanta el olor a napalm en la mañana, y que arrasan aldeas con la música de Wagner como fondo. A Sheila le gusta “el café por las mañanas” —que es el título de su libro— y escribe poesía. Sin recato, como debe ser. “Para mí”, confiesa la autora, “este proyecto es ese primer abrazo que te da un café por las mañanas… No significa despecho ni dolor: es una celebración al amor y a lo bonito de lo cotidiano”. 

Al igual de las nostálgicas al napalm, hay personas que crecieron en la fragua de los versos obscenos de Henry Hank Chinanski, o en la confitería de Mario Benedetti o Jaime Sabines. Sheila es de la generación que saborea las húmedas palabras de Rupi y Elvira Sastre, las sólidas frases de Defreds: revolucionarios que levantan pasiones y recelos, que se niegan a callar, incluso siendo parte de una generación muda que los ve como se ve a los lunáticos mientras comparte tiktoks.

De ellos, a pesar de todo, será el mañana. Y eso lo sostiene a quien cree tener el hoy, que desde hace años suspira por tener la valentía de esa nueva generación con una voraz hambre de escribir.

 

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Edición: Estefanía Cardeña


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