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Viaje fantástico a las várices de la piel del mundo

El sabio jesuita McKinney registró en su cuaderno de viaje una extraña especie en Yucatán
Foto: Juan Manuel Valdivia

En el ático de la iglesia El Jesús, en el centro de Santo Domingo, se encontró un cuaderno del sabio jesuita McKinney; en las amarillentas hojas, que se deshacen en los dedos, hay apuntes realizados por el religioso antes del periplo que concluyó en República Dominicana. Todo el cuaderno está dedicado a una extraña especie de la tierra de McKinney: Yucatán.

El hallazgo del cuaderno se registró décadas después de la muerte de McKinney, considerado el más destacados botanistas de la isla. El sacerdote catalogó miles de especies, e incluso descubrió varias. Una de ellas, una flor silvestre, lirio endémico, lleva su nombre: Zephyrantes ciceroana. Crece rebelde en los campos de la isla, a la vera de los caminos; es resistente y de una belleza sencilla. Regala un aroma cítrico, que hace cosquillas en la nariz. 

En el cuaderno se describe una especie inaudita, que no pertenece, propiamente dicho, ni al reino vegetal ni al animal, una maravilla que no es ni planta ni bestia. En las primeras páginas de los apuntes, el jesuita escribe, con caligrafía preciosa, el génesis de su búsqueda, guiado por antiguas leyendas mayas que escuchó en su infancia. Posteriormente, describe las características únicas de su tierra, destacando las del poroso subsuelo. Durante miles de años, debajo de los pies de los yucatecos han corrido ríos subterráneos que reposan en laberínticas cavernas o fluyen en vertiginosas corrientes que desembocan mar adentro.

El cuaderno está fechado a inicios del siglo pasado, cuando esa red subterránea, várices en la piel del mundo, era un gran misterio. Incluso hoy día, sólo un porcentaje mínimo de ese laberinto oculto se ha podido cartografiar, a pesar de los grandes avances tecnológicos que se han registrado en la materia. Bajo los pies de los yucatecos se extiende un mundo desconocido, imposible de imaginar. En los mapas disponibles hay grandes extensiones en blanco, limbos que en el medioevo los cartografistas hubieran dibujado dragones… o sirenas.

Hay que hacer énfasis que el sabio McKinney no encontró dragones. Guiado por ancianos mayas, el sacerdote se adentró en la selva, buscando cavernas y otras entradas al inframundo. Con una escafandra, fabricada por un hábil artesano que se inspiró en las descripciones de Verne, el jesuita se introdujo al oscuro, silencioso mundo que se extiende debajo de la laja. La exploración tardó varios meses, en los que recorrió kilómetros de la ribera escondida, dando las primeras brazadas de un camino que todavía hoy se recorre y al que le falta mucho todavía para completar. Según cálculos actuales, de esa red subterránea sólo se conoce el 3 por ciento. 

Debajo, describe el biólogo en sus apuntes, se despliega una galaxia silenciosa, en su mayor parte carente de vida. El agua es fría y límpida, y a pesar de la noche eterna que ahí reina, con una buena linterna se pueden ver decenas de metros. En esas primeras descripciones, McKinney enumera varios descubrimientos, como escurridizos peces negros y ciegos, algas azules, así como amuletos mayas. En cavernas invadidas posteriormente por el agua se conservan pinturas, en las que se puede admirar fauna prehistórica, como perezosos gigantes y cazuelas marinas, conocidas ahí como mex

La segunda parte del cuaderno hallado en Santo Domingo está escrito con forma de diario, una bitácora en la que el sacerdote científico va dando cuenta con gran detalle de sus jornadas. Hay un silencio de dos semanas, que después justifica el autor revelando que le dio malaria. Varios de sus compañeros de expedición murieron —no sólo iban a explorar cenotes; había un grupo que, después se supo, eran saqueadores de piezas arqueológicas—, y los que se salvaron fue gracias a la fantasmal aparición de un grupo de hombres que cosechaban sanguijuelas en sus pantorrillas; esos hirudíneos limpiaron la sangre de los exploradores.

Ya recuperado, pero exhausto por el trabajo realizado y convaleciente aún por la enfermedad, el jesuita se adentró por última vez en el xilbalbá. Esa inmersión de despedida duró, por lo menos, el triple que las anteriores; es decir, estuvo en las tripas de la tierra durante casi doce horas. Es necesario en este contexto señalar que la escafandra no tenía tanques, sino que el oxígeno era enviado por una manguera de caucho. 

McKinney salió de esa caverna en euforia total, en un arrebato casi místico. Con frases incoherentes, intentó describir lo que, en un principio, le pareció “una especie de aurora boreal bajo el agua, un ballet de fuegos fatuos, que iluminaba con delicadeza la oscuridad total de aquella caverna”. Mientras se fue acercando a ese fenómeno, el biólogo descubrió que no era un efecto óptico, o una alucinación: se trataba de un enjambre de minúsculas criaturas que cambiaba constantemente de color y que, parecía, latía al unísono. 

Cuando el religioso se acercó aún más, ese enjambre lo envolvió, mostrando la misma curiosidad que él tenía. Uno de los visores de su escafandra tenía un lente de aumento, y así pudo ver a los integrantes de esa extraordinaria parvada, que con sus movimientos llenaba de música la caverna. No pudo compararlos con otros seres que había estudiado: se trataba, sin duda, de una especie completamente nueva, extraordinaria, fuera de este mundo. 

Los apuntes se tornan difusos y extraños cuando McKinney comienza a detallar a esas criaturas, asegurando que en algunas, las que se acercaron más a su traje submarino, tenían rostros de mujeres: minúsculas sirenas que cambiaban de colores al unísono, como transmitiendo mensajes. Calamarcillos, de la cintura para abajo; madonnas, incluso con bien proporcionados senos, de la cintura para arriba. Se aventura asegurando que tenían pudor, pues varias de esas sirenas de cenote se cubrían su desnudez con sus cabellos tornasol.

En su bitácora, el científico asegura que esos seres también gesticulaban: unos se acercaban y le sonreían, mientras que otros, más cautos, lo observan con recelo, aunque mostraban una curiosidad extraordinaria. Eran sensibles a cualquiera de sus movimiento, y se asustaban con su respiración y sus parpadeos. Detecta que ese inverosímil cardumen se acopló a sus latidos. A su alrededor, una nube de colores cambiantes, hipnótica, respiraba.

Cuando cobra el sentido del tiempo, narra el científico, poco a poco comenzó a regresar a la superficie, cuidando sus movimientos para no afectar el ecosistema que lo arropaba. Esos seres minúsculos lo acompañaron un buen trecho, hasta que los tímidos rayos de sol que se adentraban en aquel subsuelo los detuvo. Seres luminosos de la oscuridad, criaturas que daban luz que evitaban ser eclipsadas por los rayos del sol, aún los del atardecer. 

Ya en la superficie, McKinney narró a la luz de la luna, rodeado por sus compañeros de misión, sus descubrimientos. Algunos vieron cómo su relato cobraba vida en las llamas de la hoguera que ardía —y reconfortaba— en medio de aquel monte, y comenzaron a fantasear con aquellas sirenas del subsuelo. ¿Son como mariposas de agua?, ¿como polillas o escarabajos con caras humanas?, le preguntaron al religioso. No. Son como las sirenas de los cuentos que escuchábamos de niños. ¿Y éstas también cantan?

El grupo remontó el monte, y llegó a la capital Mérida, donde había estallado una sangrienta revuelta. McKinney tuvo que huir, junto con sus hermanos jesuitas, acusados por las autoridades de incitar a los ciudadanos. Acostumbrados al exilio, los hijos de Loyola desembarcaron en Cuba, y de ahí se trasladaron a República Dominicana. Es en esa isla donde McKinney falleció décadas después: el jardín botánico de Santo Domingo lleva su nombre, y en la placa de la estatua que da la bienvenida a ese edén se le compara con el naturalista Humboldt. Sus alumnos más viejos recuerdan que en sus clases el jesuita susurraba sobre unas misteriosas hadas del agua. 

Cuando se descubrió el cuaderno perdido de McKinney, la comunidad científica se dividió en dos. Aunque nadie se atrevió a criticar el trabajo del sabio, varios achacaron el descubrimiento de las sirenas de los cenotes a las secuelas de la malaria. Los más acomedidos consideraron factible la existencia de nuevas especies en ecosistemas tan poco explorados como el del subsuelo yucateco. 

Sólo un grupo de científicos, que no tenían nada qué perder e intoxicados con la lectura de las grandes exploraciones, se atrevió a seguir los pasos del jesuita. Eran cinco, y se adentraron en la misma selva, ahora dividida en dos, con una herida de kilómetros que se ensañaba en recordarles que el mundo ya no era el mismo. En ese trayecto, los aventureros se cuestionaron su decisión, al pensar que el mismo deterioro, o aún peor, de la superficie se registraba en el subsuelo.

Al igual que la original, la expedición también duró varias semanas, pero a diferencia, este equipo llevaba lo último en tecnología. Fue al día veintitrés de su partida cuando sus integrantes se adentraron a la cueva de las sirenas, que igual aparecieron a las pocas horas de exploración subacuática. Se confirmó todo lo que McKinney había descrito hace ya casi un siglo: minúsculas criaturas luminiscentes, parecidas a peces, pero con extremidades superiores y rostros de humanos.

Maravillados, se quedaron varios minutos contemplando esa aparición, y demoraron en preparar los equipos de grabación para evidenciar el descubrimiento. Cuando iban a captar las primeras imágenes, la caverna comenzó a temblar, al principio de forma muy leve. Las criaturas de la noche se asustaron; en sus rostros se leía el terror previo a la shoá. Pudo haber sido el paso de un tractor, la colocación de durmientes o el desmonte de una superficie. Pudo haber sido cualquier movimiento brusco o violento de la superficie lo que al principio asustó y después pulverizó a cada uno de los seres de ese cardumen exquisito.

Millones de cadáveres diminutos yacieron en el fondo de la caverna, tornándose en cuestión de minutos en polvo. Se lograron captar varias imágenes de ese camposanto subterráneo, pero ninguna ha servido como prueba plena de la nueva especie. Ese equipo sigue adentrado en la selva, buscando en otros cenotes la evidencia necesaria. Pero lo hacen contrarreloj y con la superficie temblando de manera más continua; las obras avanzan, la selva expira. Tres de los cinco científicos temen que en ese breve holocausto murieron las últimas sirenas, el último episodio de una extensión que comenzó hace apenas unos meses, cuando comenzó a construirse el circuito ferroviario. Uno, aún alberga esperanza. Y otro está convencido de que todo ha sido mentira, una ficción. Ese último soy yo, quien escribe estas líneas. Y así se lo advierto a cualquiera que haya llegado hasta el final de esta travesía, más fantástica que real. 

 

Edición: Laura Espejo


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