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Dormir con cerdos, abrazar árboles

Feliz siglo, Saramago
Foto: Efe

Jerónimo y Josefa dormían con cerdos. La única propiedad de estos dos viejos, secos como troncos de olivos, era una mísera cría de puercos, que después del destete vendían en la aldea. En las noches de diciembre, el frío incluso helaba el agua de las vasijas que se encontraban dentro de la choza y le daba sustancia a los susurros del matrimonio: su aliento tomaba forma y flotaba en forma de palabras congeladas. 

Elegían, entonces, a los lechones más débiles, enclenques desahuciados, ya condenados a morir de frío, y los metían en su cama; los arropaban en las ásperas colchas y, con sus cuerpos marchitos, les brindaban el calor que les arrancaba la naturaleza. Así sobrevivían los animales y también el hombre y la mujer, asegurando su patrimonio con ese rescoldo que ardía en sus almas; una estufa de sentido común. 

“Aunque fuera gente de buen carácter, no era por primores de alma compasiva por lo que los dos viejos procedían así: lo que les preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, era proteger su pan de cada día, con la naturalidad de quien, para mantener la vida, no aprendió a pensar mucho más de lo que es indispensable”, recordó su nieto años después. 

Jerónimo y Josefa eran analfabetos; sólo sabían leer la tierra y lo que ésta proveía. Las rodillas del viejo Jerónimo le advertían de la rabia de los vientos, mientras que los ojos de Josefa se cristalizaban antes del apareamiento celestial de los árboles. Ambos, de una estirpe que durante generaciones estuvo crucificada al suelo. 

Josefa murió primero; recordó que había sido antes ceniza, milenario polvo. El viudo Jerónimo se levantaba antes que los pájaros, y caminaba descalzo, dejando que sus pies besaran a su esposa. En la agonía de su soledad no pudo ni salvar ya a otros cerdos, que se congelaban aun acurrucados a los tristes pellejos del anciano. La mujer lo llamaba, le suplicaba que lo acompañara a las entrañas de esa tierra de la eran parte. 

Sus hijos, entonces, decidieron llevárselo a la ciudad, trasplantarlo del vientre de aquella aldea de vientos helados donde, irremediablemente, moriría en los recuerdos. Jerónimo aceptó rumiando en dialecto, y empacó todas sus pertenencias, que cabían en un morral que pesaba menos que el aire. Antes de partir, abrazó a cada uno de los árboles que cobijaban la choza, principalmente olivos e higueras. Les susurró palabras que sólo él y los árboles conocían; él acariciaba las ramas, los árboles lo cubrían con sus hojas. 

Levantado del suelo, el mismo nieto que reveló la misericordia de la alcoba en los inviernos, recordó la despedida de su abuelo a los árboles cuyas raíces se remontaban al primer hombre y a la primera mujer de su familia. El nieto compartió esas semillas de la memoria en un escenario muy distinto al de la mísera aldea en la que vivió la pareja más sabia que había conocido y con la que pasó sus primeros años.

Fue al recibir el Premio Nobel de Literatura, en un salón cuajado de esmóquines y vestidos de gala. Él, nieto de campesinos que sólo veían en las letras una extraña danza de hormigas, cagadas de mosca, se convertía, en 1998, en el mejor escritor del mundo. La más preciosa de las singularidades, la más dulce, la que, a cien años ya de su nacimiento, todavía emociona, inquieta y hace pensar. 

El nieto de Jerónimo y Josefa le dio huesos a esa lengua lánguida que es el portugués, que contagia tristezas y, al mismo tiempo, sacude nostalgias. El padre de Blimunda, Sietelunas, quien en ayunas es capaz de mirar el interior de las personas, con sus tripas y sus miedos —Memorial del convento—; el visionario que le arrebató la vista a todo el mundo, menos a una mujer, en una pandemia tan parecida a la que sufrimos —Ensayo sobre la ceguera—, el inspirador del voto en blanco, arma poética para mandar al demonio a los políticos… 

Uno suele regresar al lugar en el que ha sido feliz, y heme aquí, recordando no sólo al escritor sino a los minerales de los que se alimentaron sus raíces, en una infancia en la que una choza convertida en pocilga demuestra que somos dueños de nuestro destino, digan lo que digan. Feliz siglo, Saramago. 

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Lea, del mismo autor: Mi entrenador de fut fue Luis Miguel

 

Edicióna: Laura Espejo


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