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Mérida como personaje literario

Quizá por eso hay que irse de aquí, para poder habitar en la ciudad y sus fantasmas
Foto: Enrique Osorno

Siendo casi un niño comencé a viajar sólo a Mérida (ciudad que para mí había sido un lugar de paso hacia Valladolid) y entonces descubrí un día la calle 65 y con ella aparecieron la realidad y sus texturas; así llegué a los rumbos del correo y al Portal de Granos: supe entonces que las mal llamadas “mestizas” no vivían “recostadas en su hamaca escuchando al trovador” y las puede mirar en chancletas vendiendo chiles habaneros y cocoyoles.

El Portal de Granos era una alegoría donde lo inverosímil daba su forma a la rutina. Prostitutas, pícaros de siete suelas, indigentes, borrachitos, oficinistas, etc., constituían una especie de friso a través del cual Mérida se adivinaba más allá del oropel de sus casas opulentas.

Mas entre las tiendas de ropa, de pan, de zapatos y la cantina de mala muerte en la que se dispensaba una botana deliciosa, sobresalía una especie de bodega pequeña donde se vendían cerveza y cocteles de camarón, cuyo nombre peculiar —“La chica taurina”— honraba su vocación mercantil, pues el establecimiento tenía su mayor clientela entre las mujeres que iban al mercado quienes, al final de su periplo, pasaban a refrescarse con una cerveza después de haber toreado la carestía y la pobreza tradicional de la región. 

A las afueras del lugar había un puesto semifijo que vendía baratijas, mismo que era atendido por su dueño al que todo el mundo conocía como El Zorro.

Yo pasaba por allí cuando El Zorro comenzaba a hacer un tejido con hilos de plástico (hecho que llamó mi atención). Colgando de una alcayata, el hombre urdía una red que crecía trabajosamente.

En una ocasión me animé a preguntarle por su trabajo y así nos hicimos amigos. Yo tenía 16 años y El Zorro, 40; había sido cordelero, pero lo liquidaron y con una tabla, dos cubetas y un paño rojo improvisó un puesto donde empezó a vender espejos, peines y cinturones. Para ayudarse tejía también tarrayas que vendía a los pescadores de Celestún.

El Zorro tenía un compinche que le servía de secretario particular, de camarada del alma y de contertulio: El Cachas, un hombre mayor que él, acabado por el alcoholismo, flaco, de baja estatura, de ojos claros y muy delgado.

Una mañana que pasé por allí, mi amigo daba los toques finales al trabajo colocando entre el tejido los plomos que permitirían que la red descendiera al fondo del agua. Había motivo de celebración y por ello, de cuando en vez, El Zorro y El Cachas sacaban de bajo la tabla un envase de plástico del que bebían unos sorbos, vigilando que no anduviera por allí la policía.

En una de esas, El Cachas me preguntó: “¿No quieres un eshtanlacazo?”, ofreciéndome el traste con la bebida, a lo que yo simplemente respondí tomando el objeto para echarme un trago muy profundo.

*

Me despertó el rumor del mar. Los pescadores alistaban todo para salir a pescar. Celestún era un murmullo de espuma y estrellas. En la duermevela distinguí la voz gangosa de El Zorro

—Vamos; nos van a preparar un ceviche con los primeros pescados que saquemos…

—¿Qué bebimos? —pregunté.

—Paraíso —respondió El Cachas.

—Nosotros le llamamos x’t’aan laak” —acotó El Zorro.

—¿Eshtanlac? —pregunté.

—Sí —dijo El Cachas—, es eso que te suelta la lengua.

—Así lo decimos en maya… —dijo El Zorro riendo.

*

En su afán por hacer inteligible la tragedia, Aristóteles acuñó dos conceptos (ethos y dianoia) que bien pudieran verse como las dimensiones básicas de todo personaje literario. El ethos hace referencia a las conductas observables de los personajes, la dianoia analiza los procesos mentales y las cadenas especulativas que configuran los pensamientos de esos mismos personajes. 

Pero un ente ficcionalizado no es otra cosa que el resultado de la actualización de alguna de sus dimensiones posibles y en ello radica el primer paso en el proceso de literaturización de una situación dramática. ¿Cuál, entonces, de las muchas Méridas que hay tiene las mejores posibilidades de convertirse en un personaje literario?

La historia de El Zorro y El Cachas, acontecida a mediados de los años setenta, abre algunas posibilidades interesantes para hablar de una Mérida que cerraba una etapa de su existencia y comenzaba otra, marcada por la fundación de Cancún y la muerte de El Charras.

Así, en la metáfora del aguardiente visto como un jarabe que le suelta a uno la lengua hay una agudeza que bien podría certificar Baltazar Gracián, pues Mérida tal vez sea esa ciudad que nunca han podido tomar por asalto plenamente la mayoría de sus habitantes en sus inabarcables historias truculentas, salvo cuando alguno de ellos se ve embrujado provisionalmente por alguna pócima que le suelta la lengua y la imaginación.  

Quizá por eso hay que irse de aquí (efectiva o metafóricamente) para poder habitar en la ciudad y sus fantasmas; de otra manera se corre el riesgo de nunca pulsar la intensidad que se esconde bajo la actitud amable que nos seduce casi a diario con las bodas entre el poniente y las nubes rosáceas.

En el fondo, nosotros somos los autores de un personaje mal diseñado del que queremos enseñar siempre un rostro edificante. Así hemos hecho de Mérida una señora gorda con pretensiones aristocráticas y orgullosa —además— de algunos de sus pergaminos, sobre todo de aquellos que la emparientan con su estirpe hispana. Pero más allá de esta narrativa ramplona, Mérida es, por vocación, “El rostro del infinito”, su verdadero nombre mítico en lengua maya.

Así, La metáfora del x’t’aan laak permite trazar una especie de perfil emocional que facilita la construcción de la ciudad como personaje a partir de su cualidad de infinitud, lo que da sustancia a los múltiples rostros de una ciudad sorprendente por sus ambigüedades y su trasfondo truculento. 

Contra las consignas políticas usuales, Mérida es un personaje atormentado que se muestra a los demás vital y hasta eufórico: un personaje que se jacta de su pasado glorioso para olvidar su futuro incierto, un personaje que presume su tranquilidad para que nadie vea el terror que hay puertas adentro de sus casas, un personaje que alardea su paz pero que puede llegar a los más altos niveles de violencia (la ciudad ocupa desde hace dos décadas los primeros lugares en suicidio infantil y juvenil).

El aguardiente de El Zorro y El Cachas me soltó la lengua y me hizo caminar constantemente entre la utopía y la ofuscación, haciéndome ver que sólo a lo lejos se puede habitar en el corazón de las cosas y que esa es la paradoja que descubre el poeta a través de su mirada peculiar. Sólo a lo lejos se puede ir de lo misterioso a lo fantástico, sin resbalar en la trampa de espejos de la banalidad. 

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Edición: Laura Espejo


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