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El cometa de tus ojos

Un niño nacido sólo será capaz de ver cien cuerpos celestes cuando cumpla 18 años
Foto: Ap

En unas décadas, miraremos arriba, en las noches, y encontraremos sólo un puñado de estrellas: tal vez Sirio, tal vez Vega, incluso tal vez Betelgeuse; quizás, sólo quizás, Capella. Todas las demás se las habrán devorado neones y leds, voraces de oscuridad; le habremos arrebatado a la naturaleza el monopolio de la luz.

La ceguera de estrellas ya comenzó. Según un estudio del Centro Alemán de Investigación en Geociencias de Postdam, un niño nacido hoy en una zona donde son visibles doscientos cincuenta cuerpos celestes sólo será capaz de ver cien cuando cumpla 18 años; la devaluación de nuestra vista.

En oscura inflación, el brillo nocturno artificial de la Tierra aumenta casi un 10 por ciento cada año desde hace al menos una década, concluye una investigación publicada la semana pasada en la revista Science. Por ponerlo en perspectiva, ese recién nacido sólo verá cinco estrellas cuando cumpla 80 años. El siglo morirá con un cielo de lánguidas luciérnagas.

Mientras la bóveda celeste se apaga, un cometa camaleón se despide de la humanidad. El primer avistamiento de esta rara avis se remonta 50 mil años, cuando los neandertales todavía nombraban las cosas señalándolas con sus burdos índices, ya que no tenían palabras para ellas, menos para ese extraño cometa verde al que le atribuyeron elementos mágicos. Estaban aún domando al fuego cuando en la noche se dibujó una llamarada cetrina. 

Como un relámpago de loros, este cuerpo recorre el cielo nocturno desde las últimas noches de este eterno enero y las del naciente febrero; sólo se ve a simple vista en zonas alejadas de las grandes ciudades, aún no infectadas por las estridencias de las luces artificiales. En unos días, el verde será eclipsado por el rojo marciano, para después aparecer, brevemente, a fin de mes y despedirse tal vez por siempre de la humanidad.

Esta esmeralda celeste es un viajero de largo aliento, un maratonista; su órbita alargada describe una elipse que se extiende hasta la nube de Oort, algo así como la frontera, el viejo oeste del sistema solar. Por ahí vagó, en la soledad de la oscuridad total, durante miles de años, antes que emprendiera su viaje de regreso; y ahí volverá, a lo desconocido para perderse en el olvido.

El cometa es principalmente un inmenso trozo de hielo, un detrito del génesis, rescoldo de la fragua de la creación. Mientras se va acercando al sol, ese hielo dentado se sublima y se convierte en una nube que envuelve al núcleo. La singularidad de este peregrino es que los elementos que lo conforma provocan esos colores de jungla que lo definen; una selva voladora.

A Nunca Jamás se llegaba volando a la segunda estrella a la derecha y todo recto hasta el amanecer. Vale una descripción similar para esta noche, y la de mañana, entre las 9 y las 11: Mirar al Norte y ubicar la estrella Polar, la más brillante de la Osa Menor, para ver el rasguño verde en la oscuridad; unos binoculares o un pequeño telescopio servirían, pero la magia será visible incluso a simple vista. 

Hemos sido capaz de crear artefactos que nos han revelado los confines del cosmos, mostrándonos los ecos del hágase la luz. Sin embargo, otros objetos nos arrebatarán la dicha de contar estrellas, el poder de elegir una y regalársela a alguien; los viejos lobos de mar, los que aún se guían mirando al cielo nocturno, no podrán descubrir otros continentes. Sin embargo, aún tenemos la oportunidad de ver las cabalgatas de cometas.

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Lea, del mismo autor: El violín que le dio una oportunidad a una estirpe que fue condenada a no quedarse en lugar alguno

 

Edición: Estefanía Cardeña


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