Las noticias de hace exactamente un siglo con relación a la lengua maya yucateca pueden ser sorprendentes y a la vez llevan a cuestionar qué ocurrió en cuanto a su fomento como idioma de uso cotidiano en toda la península, mediante el establecimiento de políticas públicas para incrementar el número de hablantes.
Una explicación a este freno es que la Constitución de 1917 establecía entonces al castellano como lengua oficial, por lo que promover el uso masivo de las lenguas indígenas habría sido un despropósito; debe tenerse en cuenta también que, saliendo de la Revolución mexicana, el porcentaje de población alfabetizada apenas superaba el 10 por ciento. Al Estado posrevolucionario le interesaba más crear una identidad común, nacional, sustentada en el idioma, que fortalecer las lenguas originarias; esto habría implicado reconocer la fuerza de las regiones, algo que durante el siglo XIX se consideró el origen de inestabilidad política.
Pero esto no impedía que la lengua maya fuera utilizada en la política. Es conocido que Felipe Carrillo Puerto se dirigió a la multitud en “el idioma de la Raza”, en su discurso de toma de posesión. Esto lo repitió en julio de 1923, ante unas 5 mil personas, con motivo de la inauguración de la carretera Dzitás- Chichén Itzá.
Pero vino la ejecución de Carrillo Puerto y tras ella los subsecuentes gobiernos estatales tampoco tuvieron interés alguno en su promoción. Así, en lugar de una apreciación del idioma, sus hablantes fueron estigmatizados. Vinieron generaciones que “entienden” la maya, pero no la hablan, e igualmente familias que castellanizaron su apellido con tal de encontrar alguna oportunidad de movilidad social.
Un siglo después, el debate continúa: Existe cierto orgullo por la existencia (y resistencia) de la etnia maya, pero cuando se llega a analizar la presencia de las lenguas maternas en el ámbito educativo, los hallazgos resultan desalentadores, pues tal pareciera que el hablante de una lengua indígena adquiere valor cuando migra al extranjero y desde ahí envía remesas.
Porque cuando se tienen sistemas diferenciados, al grado que los profesores que atienden a alumnos indígenas llaman a los demás “de educación formal”, quiere decir que ya han palpado que esa diferenciación significa que las autoridades tienen preferencia y, por lo tanto, reconocen como superior a la estructura dedicada a estudiantes más urbanos y occidentales.
Quienes hayan escuchado a profesores antiguos hablar de las misiones culturales o de cómo llegaban campañas de alfabetización a mediados del siglo pasado seguramente aceptarán que aquellos maestros ejercían más un apostolado que una profesión. Pero cuando estas condiciones se exigen para quienes se dedican a dar clases en comunidades apartadas, es como si se les dijera que su trabajo vale menos, a pesar de la preparación académica que tengan, y que lo que debería ser un valor agregado (ser bilingüe), únicamente les califica para estar frente a grupos marginados.
Otra contradicción es el interés que manifiestan extranjeros por aprender el maya yucateco. La opinión generalizada es que ellos aprecian las lenguas y tradiciones indígenas mucho más que la población local. La composición actual de la población peninsular debe llamar la atención de nuestras autoridades, porque parte fundamental de la conciliación de las diferencias culturales que existan será la difusión de los rasgos que le brindan riqueza a la región, como lo es especialmente su lengua materna.
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