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Parecían los ingredientes incorrectos puestos en la proporción correcta: Una ciudad estratégica para el cruce de personas y mercancías, un grupo de migrantes de Centro y Sudamérica mal vistos por el comercio local por ser extraños y pedir limosna reunidos por un operativo policial; el rumor de una deportación. Bastaba una chispa, y ésta surgió.

¿El resultado? Hasta ahora, oficialmente, suman 39 los migrantes muertos durante el incendio de la estación del Instituto Nacional de Migración (INM) de Ciudad Juárez, Chihuahua; un hecho que exhibe a las instituciones del Estado mexicano y la mezquindad de toda la clase política.

 

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Mezquindad: porque la explicación de que el incendio lo provocaron los mismos detenidos al quemar las colchonetas de sus celdas no es otra cosa que la pretensión de culpar a las víctimas de ocasionar la tragedia, pero oculta el reconocimiento de que el personal del INM no pudo o no quiso impedir que la protesta se desbordara y rebasara su capacidad de reacción.

“El percance se debió a una protesta que realizaron los extranjeros en un albergue luego que se enteraron que serían deportados”, fue lo que dijo el presidente Andrés Manuel López Obrador durante la conferencia matutina de este martes. “En la puerta del albergue pusieron colchonetas y les prendieron fuego y no imaginaron que esto iba a causar esta terrible desgracia”, remató.

Mezquindad porque las primeras acciones de control de daños no fueron para asegurar la atención a la salud, sino para que los funcionarios con ambiciones políticas, los que se ven como herederos de la silla presidencial en 2024. Separar a Francisco Garduño de la dirección del INM y fincar responsabilidades a los que ahí estaban se ha dejado a “la autoridad jurisdiccional”. Mientras, los esfuerzos son para contener el fuego amigo.

Pocas veces la expresión fuego amigo ha tenido un significado tan triste. Porque el incendio exhibió la desnudez de la infraestructura de las estaciones del INM. El video en el que se ve al personal huyendo es indicativo de la ausencia de protocolos para casos de motín, incendio o cualquier otro incidente. Ni siquiera hubo una llamada al 911. Al contrario, el personal cerró y huyó, dejando encerrados a los seres humanos que ahí se encontraban recluidos. Ya hay detenidos, nos dicen, sin que en principio nos revelen cuántos; ahora sabemos que la cuerda se rompió por lo más delgado, apuntando sólo a guardias y agentes de turno.

 

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Mientras, el Departamento de Estado de Estados Unidos hizo como Poncio Pilatos: “esta tragedia es un recordatorio desolador de los riesgos que enfrentan migrantes y refugiados alrededor del mundo”, recalcó el vocero Vedant Patel, sin aludir a la responsabilidad que tienen las grandes potencias en la existencia de esos peligros.

Y por supuesto, no faltan las voces que exigen no comparar esta tragedia con la ocurrida el 5 de junio de 2009 en la guardería ABC. Cierto, no pueden equipararse las vidas de 49 niños con las de 39 personas que buscaban una mejor calidad de vida que la que tenían en sus países de origen. El grito de “no somos iguales” busca prevalecer, y por más que se intente, hay demasiadas similitudes: en 2009 se trató de la inhabilidad de una institución del Estado para supervisar a los sujetos a los que les subrogó un servicio por el tráfico de influencias. Hoy, otra institución del Estado fue incapaz de reaccionar ante una emergencia y proteger las vidas que estaban a su cuidado. Es corrupción y punto.

Las palabras de Giovanni Lepri, representante en México del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) fueron pocas, y esa es su fortaleza: “No debió ocurrir”.

En el horizonte aún no hay una luz que indique un próximo cambio para la trágica situación que viven los migrantes en su travesía por México. Como sociedad tal vez seguimos preguntándonos qué los impulsa a emprender un viaje, amenazados por el crimen organizado, el propio INM y también habitantes de ciudades que los ven con recelo, y presas de los coyotes y polleros que les ofrecen llegar más pronto a Estados Unidos, y sin garantía de la vida; seguimos negándonos a imaginar siquiera qué terrible debe ser el panorama que han dejado atrás. Son pocos quienes se atreven a voltear a ver a los migrantes.

A fin de cuentas, es fácil gritar que se les niegue la entrada al país, y hasta a la ciudad donde uno habita… hasta que los que deban migrar seamos nosotros mismos.

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 Edición: Estefanía Cardeña
 


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