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No queda de otra

¿Entregar funciones civiles a los militares es la única ruta posible?
Foto: Juan Manuel Valdivia

Llevamos ya un lustro bailando al son de “no queda de otra”. Primero, había que votar por Morena si se esperaba un verdadero cambio de régimen, y salir de la noria de la alternancia entre el PRI y el PAN, que había demostrado ser eso, una noria que servía solamente para exprimir los recursos del país y ponerlos en manos de una oligarquía apoltronada en el poder, y una maraña de organizaciones criminales cada vez más poderosas y violentas: no quedaba de otra. Después el gran timonel, convencido de que para acabar “de raíz” con la corrupción, no queda de otra más que hacer que las fuerzas armadas se hagan cargo de la seguridad, las aduanas, puertos y aeropuertos, obras públicas diversas, la banca estatal, aerolíneas, y vaya usted a saber qué más. Más adelante analistas tan agudos y respetables como el doctor Sergio Meyer, que empeñado en justificar cada acción emprendida en aras de la cuarta transformación, nos explica una y otra vez, que “no queda de otra”; y ahora Marcelo Ebrard – que ya no se sabe si llamarlo “corcholata”, aspirante a candidato, pre-precandidato, o guardián y garante de la 4T – nos dice de nuevo que, si queremos que continúe la cuarta transformación, y que se alcancen sus objetivos fundacionales, habrá que dejar en manos de las fuerzas armadas todas las atribuciones, facultades, y competencias que se les han ido otorgando, y sumarles quizá otras, como la distribución de medicamentos. No queda de otra.

No son pocos los analistas que sugieren que, cuando el gobierno civil asume que no le queda otro remedio más que recurrir a las fuerzas armadas para buscar soluciones a los problemas nacionales, lo que hace es abdicar del papel que se supone debe tener, y para el que fue electo cuando se trata de un estado pretendidamente democrático. Abdicar implica renunciar al ejercicio del poder, y en un caso como el de nuestro país, esa renuncia significa entregar el poder a las fuerzas armadas. Se alegará, desde luego, que esto no es así, de ninguna manera, porque el comandante supremo de las fuerzas armadas es el presidente, y es civil. Que solamente se está echando mano de un organismo del Estado, subordinado al ejecutivo, para suplir una carencia actual: la de instituciones honestas, honradas y eficaces; y que una vez reconstruidas las instituciones nacionales con la perfección que la nación demanda, en un futuro que parece imposible vislumbrar, los militares volverán apaciblemente a sus cuarteles, a cumplir con su papel formal. Esta promesa presenta diversos problemas, que hacen que sea más o menos inverosímil.

Para empezar, entregar a las fuerzas armadas las funciones, atribuciones y facultadas que se encontraban asignadas a otros organismos – esos sí, civiles – con el argumento de que hay que acabar con la corrupción de raíz, implica que se considera que ser civil y corrupto son consustanciales. Tras décadas de trabajar en diferentes agencias – civiles – del sector público, a nivel federal y en dos jurisdicciones estatales, sé a ciencia cierta que el servicio público cuenta con una gran cantidad de funcionarios probos, profesionales y capaces, que trabajan casi siempre en condiciones francamente precarias, y entregan su tiempo y sus energías sin esperar mayor recompensa que saberse actores de una labor bien hecha. ¿No será posible que de esas filas puedan salir civiles experimentados, y comprometidos, capaces de conducir con eficacia y honradez las instituciones gubernamentales? Yo creo que sí, que sí hay de otra, y no tendríamos por qué quedarnos con el fácil recurso de bajar las manos y decir a las fuerzas armadas, “encárgate tú, que tienes la fuerza, y supongo que la disciplina, ten el presupuesto, y hazte cargo, porque a mí no me queda de otra”.

 

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Pero, además, por otra parte, no creo que baste con considerar que las fuerzas armadas son “pueblo uniformado”, y esto los hace ser automáticamente buenos e impolutos, para confiar en que todo lo harán en el marco de la ley, sin saltarse trancas jurídicas o de procedimiento. Las fuerzas armadas son herméticas y suelen ser poco transparentes. No tenemos manera de saber qué sucede en su interior, y al parecer se espera que nos conformemos con la declaración escueta y seca de los generales y almirantes, capaces de decir sin más, cuando son cuestionados, “nosotros no fuimos”, o “eso ya lo contestamos”.

Todo parece indicar que tendremos cuarta transformación para rato, y en muchos sentidos, creo que esto es bueno y necesario. Pero ojalá que veamos pronto que la transformación vuelva a un cauce de legalidad, que reconoce la diversidad nacional, que respeta las minorías y escucha sus críticas y sus puntos de vista diversos, y aprende a tomar decisiones por consenso, basadas en el debate y la confrontación de ideas, y tomando un camino – necesariamente civil – que se aleje del autoritarismo y la división maniquea. El país no va a aguantar mucho esta tirantez de “estás conmigo o contra mí”, y se nos puede romper en un descuido.

 

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No ser capaces de que lo que vemos parecerse cada vez más a una militarización es, en efecto, una militarización, y no ver que si seguimos por ese camino, nos encontraremos más temprano que tarde con unas fuerzas armadas empoderadas, reacias a regresar a los cuarteles, y renunciar a los recursos y al poder que han ido adquiriendo durante los últimos años, es querer tapar el sol con un dedo.

Y sí, nos queda de otra. Tenemos unos meses para debatirlo, y asegurarnos de que quien resulte electo para los próximos seis años, sea capaz de construir y conducir un programa civil de desarrollo nacional, y tenga la fuerza suficiente para meter al genio militar de nuevo a la botella de los cuarteles. No creo que sea fácil, pero estoy convencido de que la otra que sí nos queda, tendrá que atravesar por ese difícil trayecto.

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Edición: Fernando Sierra


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