Nadie está exento de migrar en algún momento de su vida. Sin embargo, cuando el movimiento es por huir de la guerra, la delincuencia, del hambre y la persecución política, pocos países parecen dispuestos a reconocer la necesidad de quienes, en la urgencia, apenas emprenden el camino con una mochila, algo de agua, la ropa que se lleva encima y tal vez la bendición de los parientes.
Pero las fronteras de los países a los que ansían llegar, donde tienen cifradas sus esperanzas, se cierran en sus narices; algunas de ellas se conmueven en un gesto hipócrita, luego de hallar en sus playas el cadáver de una niña que apenas tendría la edad para estar dando sus primeros pasos; muerta con otras 16 personas en un naufragio en el Mediterráneo. La llora el mismo país que cerró el paso a migrantes en Melilla y Ceuta. ¿Habrá más lágrimas ahora que se sabe que era afgana y que su familia ansiaba alcanzar la Europa occidental?
Si la migración estuviera garantizada como un derecho humano, una entidad como el Centro Internacional para la Identificación de Migrantes Desaparecidos no tendría razón de ser. En lugar de ello, este organismo tiene un filón de trabajo entre Algeciras y Estambul, además de las Baleares.
En el mundo anglosajón tampoco puede decirse que las condiciones sean mejores. La Gran Bretaña que a finales del siglo XIX y principios del XX se erigió como campeona en la lucha contra el tráfico de esclavos -aunque muchos súbditos de su Majestad Británica formaron grandes fortunas en este comercio -hoy busca poner más obstáculos a quienes buscan asilo político y se atreven a cruzar el canal de la Mancha, a quienes se les negará el asilo en cuanto el rey Carlos III ratifique la nueva ley que le entregue el Parlamento.
Con una monarquía cuestionada y un puesto de primer ministro que ha estado en crisis desde hace cinco años, pareciera que el Reino Unido abandonará sus viejas tradiciones en favor de una migración que “no se salte la fila”; abandonando a las decenas de miles de personas que cruzan el canal cada año, en busca de una esperanza, dejando ésta para quienes lleguen por “vías seguras”, las cuales no están abiertas para quienes huyen de la guerra o de la persecución del Talibán.
En América, las posiciones de supremacismo blanco se amasijan con las de quienes pugnan por “hacer grande de nuevo a Estados Unidos” y se llega a la pérdida del sentido de humanidad. En Texas, la policía fronteriza tiene orden de empujar al río a niños pequeños y bebés lactantes, así como de negarle el agua a quienes ingresen a ese territorio desde México. Ya no se trata únicamente de evitar que crucen la frontera, sino de producirles el máximo dolor posible. Alguna vez Ricardo Flores Magón se preguntó si en verdad los Estados Unidos podían decirse el país de la libertad. En estos tiempos habría que cuestionarse quién puede decirse libre, cuando es posible documentar más de 50 casos de abusos cometidos por los elementos federales y texanos por igual, con total impunidad.
México no puede decirse ajeno a este problema. Miles de personas provenientes de varias partes del mundo, no solamente centro, Sudamérica y el Caribe, buscan atravesar el territorio desde el Suchiate hasta el Bravo y tampoco hacen ese recorrido con garantías de seguridad de sus vidas y para su dignidad como personas. Son víctimas tanto de la delincuencia organizada como de organismos del gobierno, incluido el Instituto Nacional de Migración. Todavía en marzo pasado el incendio de la estación migratoria de Ciudad Juárez dejó 40 muertos de los cuales el Estado era responsable. No miremos la paja en el ojo ajeno cuando tenemos responsabilidad en el problema.
Edición: Estefanía Cardeña
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