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Yassir Rodríguez Martínez

Cuando pensamos en la vulnerabilidad nos cuesta trabajo asumirnos como tales; en una sociedad como la nuestra -competitiva, individualista, consumista-, tendemos a mostrarnos como invulnerables, como sujetos ajenos a la posibilidad de sufrir, de ser débiles o estar abiertos al daño. Hemos olvidado que la vulnerabilidad es una característica intrínseca a nosotros los seres humanos, que todos y todas en algún momento y por diversas razones podemos estar en dicha posición. 

De cierta manera, lo señalado previamente, tiene que ver con nuestra concepción más habitual de la vulnerabilidad; como señala Erinn Gilson se asume que ser vulnerable es “simplemente ser susceptible, estar expuesto, en riesgo, en peligro. En resumen, es ser de algún modo más débil, indefenso y dependiente, expuesto a sufrir daños y lesiones. Esta interpretación de la vulnerabilidad tiende a funcionar como un supuesto de fondo no cuestionado” (Gilson, 2011: 309-310). De tal manera que, si la vulnerabilidad aparece identificada como una condición eminentemente negativa, eso normalmente produce distanciarnos, huir de eso, repudiarlo, y también proyectarlo como una propiedad que caracteriza a unos y no a otros.

¿Cuántas veces no asumimos que los vulnerables son los indígenas, los pobres, las mujeres, los niños? Al mismo tiempo que se identifica a otros como vulnerables, se refuerza la idea de que éstos necesitan de alguien más para solucionar sus problemas, la idea de que hay que hacer algo para protegerlos, establecer medidas de seguridad y así manejar la situación en nombre de su protección. Y entonces, como ya se puede sospechar, una aproximación poco crítica a la vulnerabilidad puede terminar por reproducir formas de intervención que refuercen el dominio que unos ejercen sobre otros; representarlos una y otra vez como vulnerables, implica una representación política del “otro” como incapaz, lo cual, sin duda, quiebra la posibilidad de entendernos entre todos y todas como interlocutores en la búsqueda de soluciones a problemas locales, regionales, nacionales e incluso globales. 

¿Cómo romper con esta inercia que existe en torno a la vulnerabilidad? Siguiendo las ideas de Erinn Gilson, lo primero sería pensar -como ya se mencionó- que la vulnerabilidad es una condición común a todos y todas, no una condición transitoria que concierne sólo a unos y no a otros. Segundo, para distanciarnos de la concepción esencialista negativa de la vulnerabilidad, deberíamos desarrollar una aproximación más ambivalente. ¿Qué conlleva esta aproximación? Aceptar que la vulnerabilidad no es intrínsicecamente negativa o positiva; pensar que convendría mejor entenderla como una condición de potencialidad, de apertura y de posibilidad a cambiar, aprender y relacionarnos de nuevas formas.

En una sociedad como la nuestra, aquejada por múltiples problemas generados por nosotros mismos -lo que algunos identifican como antropoceno-, es importante estar abiertos al diálogo, pensar que la solución a nuestros múltiples problemas no provendrá solamente de unos sectores en favor de otros. Es hora de darnos cuenta de que la invulnerabilidad es una ilusión, de que los grandes “maestros del conocimiento”, por no decir científicos, son solamente uno de los muchos sectores que nos pueden aportar ideas y soluciones. Es momento de producir redes, alianzas, procesos de comunicación, diálogo en su sentido más amplio, con aquellos y aquellas que usualmente son identificados e identificadas como vulnerables en el sentido negativo del término. Es tiempo de enriquecer nuestra experiencia social a través de asumirnos todos y todas como susceptibles a sufrir y ser dañados, pero también como susceptibles a mejorar, aprender y querer lo que hasta ahora se ha entendido como negativo. 

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Lea, de la misma columna: Turismo inclusivo: ¿moda o llegó para quedarse?

 

Edición: Fernando Sierra


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