Migrar es un peligro, al menos en eso se puede condensar la información diaria que distintas agencias recopilan y condensan. Pocas sociedades se abren a la llegada de personas “extrañas”, que tienen otra experiencia de vida, otra cultura, aunque cada uno representa a una familia o poblaciones enteras que necesitan auxilio.
La migración es tan antigua como la propia humanidad, incluso los arqueólogos han dado cuenta de migraciones de homínidos. En ese entonces el motivo era seguir una manada de animales para cazarlos, o cambiar de sede el campamento porque los frutales ya estaban por dejar de dar fruto. Hoy la migración significa más que nada huir. Escapar sí, del hambre, pero también de los efectos del desastre ambiental o un temblor, de la guerra, de buscar proteger a los seres queridos, y el horizonte suele situarse en alguna potencia, algún país que no hace mucho debió ser metrópoli del lugar del que se huye.
Para migrar también se necesitan recursos. Lo poco o mucho que se pueda tener o encontrar en el camino será necesario para mantenerse con vida. El viaje seguramente incluirá jornadas de largas caminatas, de hambre y sed, de tragarse el orgullo y rogar por un trabajo inmediato, unas monedas, un poco de pan. Habrá peligros desde el primer momento, porque se transitará por rutas que controla el crimen organizado. Para las mujeres, el abuso sexual suele estar previsto, pero la esperanza se mantiene a pesar de ello. Todo sea por alcanzar el sueño de una vida digna.
Por muchos años, México fue expulsor de migrantes hacia Estados Unidos. La relación en las fronteras es, desde hace un siglo, una que incluye varios llamamientos al control de la zona, de grandes esfuerzos por hacer menos porosa la línea divisoria entre ambos países. Lo curioso es que la atraviesan enormes cargamentos de drogas y armas, pero las personas no.
Historias de ataques de la Border Patrol, la migra, son periódicas. Pero también es cierto que muchos consiguen cruzar la frontera, a un costo muy elevado. Lo paradójico es que muchos llegan después de cruzar el mar, provenientes de Haití o incluso del continente africano; o desde puntos que se antojan remotos en Venezuela, Colombia, o países centroamericanos, que entre marchas, aventones y algún tramo trepados en los techos de un tren, llegan extenuados a morir en el río Bravo, o en los desiertos de Sonora y Chihuahua… tan cerca y se les va la vida.
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Durante 2022, según reporta la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), murieron o desaparecieron 686 migrantes en la frontera entre México y Estados Unidos. Ha sido el año con mayor registro en ambos rubros desde 2014 en todo el continente americano, con mil 457 en total, según la misma OIM. Se trata de la ruta terrestre más mortal para los migrantes, un despreciable honor para los gobiernos de ambos países; más aún cuando se tiene en cuenta que la tendencia ha sido al alza.
Cada migrante muerto en la travesía implica meses de angustia para sus familiares, quienes primero dejan de tener información y después suelen ser contactados primero por los “polleros” que les exigen dinero, y mucho después aparecen las autoridades. Duelen también los casos de los que mueren mientras están en custodia de agentes de Migración.
El llamado es para que los Estados actúen, pero estos difícilmente lo harán si no existe una presión social permanente; y que por un lado se deje de romantizar el heroísmo de grupos como Las Patronas para hacernos un pueblo empático con quienes transitan o deciden quedarse en territorio mexicano.
Garantizar que las rutas migratorias sean seguras implica la pacificación del país. Será un esfuerzo enorme, pero es preferible iniciar acciones antes de disputarle al Mediterráneo el penoso primer lugar como la ruta más mortal para migrantes en el planeta.
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