de

del

Luciérnagas

En otro lugar, una persona se quedó dormida para no despertar nuevamente
Foto: Afp

Todos los días despiertas y si te hicieras consciente, descubrirías que con el abrir tus ojos, en otro lugar otra persona no logró hacerlo, simplemente se quedó dormida para no despertar nuevamente.

Ayer por la mañana, descubrimos a mi papá así, dormido en su hamaca como tantas veces lo vi por las mañanas, por las tardes y por las noches, con la mano derecha cruzada por encima de su cabeza con los dedos entrelazados en los hilos de su hamaca. Como siempre, había decidido salirse con la suya.

Mi papá no fue un hombre ejemplar, o al menos no con el ejemplo de un hombre de entre siglos, que se esperaba fuera proveedor, distante y siempre cerrado a sus emociones. En realidad, mi papá fue un ser complejo, que intentó con todas sus fuerzas cumplir con esos mandatos que se esperaban de él y no logró.

Durante la mayor parte de mi vida, mi papá fue una persona a la que había que cuidar y eso provocó que, desde nuestras infancias, mi hermana y yo construyéramos formas de relacionarnos con las personas a través del cuidado: ya sea viviendo duelos con intensidad, construyendo colectividades invisibles, o apoyando a centenares de personas a lo largo de los años. Nuestra vida cotidiana se ha transformado de muchas maneras, pero el cuidado de lxs demás siempre ha estado al centro.

No era una persona a la que cuidaras como si estuviera enferma, aunque sí podría enlistarles unas cuantas enfermedades: la diabetes, la hipertensión, las incontables cirugías y las que parecieran inventadas, como esa vez que tuvo una lesión muscular en el antebrazo que solamente era diagnosticada a deportistas de alto rendimiento. No, en realidad su cuidado no tenía que ver en mayor medida con lo relacionado con su cuerpo, sino que el que había que brindarle era de otras personas y, muchísimas veces, de sí mismo.

Eso siempre me hizo pensar que de haber elegido otra vocación, probablemente mi mamá habría sido médica, pero en las condiciones de su época fue maestra desde muy joven. La novel maestra se enfrentó a la escuela de la vida y fue obteniendo sus grados académicos en la cotidianidad familiar: especialidad en compasión, maestría en acompañamiento para toma de decisiones y doctorado en apapachar a quien se dejara. Todos sus grados académicos fueron retados, en cada instante, por la figura de mi padre que se resistía con exámenes constantes siendo, en muchas ocasiones, el maestro más riguroso.

Ante la avalancha de la mente de mi padre, nunca pudimos decodificar el flujo, nunca sabíamos a ciencia cierta qué iba a pasar, cómo iba a actuar o si el acuerdo que tomabas con él se iba a respetar al día siguiente. Siempre en la evaluación constante que parecía, a duras penas, aprobarnos con un seis y rogándole que lo hiciera.

¡Ay, jefe! A veces sí te pasaste de lanza, y luego de muchos enojos e intentos, lográbamos avistar sobre esa avalancha de tu flujo de pensamiento unas lucecitas, ese caminito que te costaba tanto trabajo que viéramos, la extraña forma en la que querías demostrarnos tu amor.

Entre las carpetas que tuve que revisar con urgencia ante tu partida había más de un centenar de recetas médicas, ordenadas con meticulosidad, pero ningún acta de nacimiento. Un montón de fórmulas para encontrar la paz, la felicidad y la salud, tus grandes faros que tal vez creíste que nunca ibas a alcanzar y ni las luces de tu acta de matrimonio. 

Entre todos esos papeles brotaron luciérnagas.

Nunca hubiera creído que guardaras con tanto cariño los recortes de mis textos, que siempre supuse que no entendías. Ni comprendí la admiración que te generó mi primer texto traducido a otro idioma, el maya, que salió hace algún tiempo publicado aquí, y que ahora cuelga en las paredes del cuarto vacío de tu presencia.

¡Ay, pa!, espero que me andes leyendo mientras te escribo este texto, que te llegue revoloteando como el amor que nos dejaste en los pequeños detalles que tanto trabajo te costaba demostrarnos. Acá nos quedamos mi hermana, mi mamá y yo, tratando de entender una vida que siempre ha tenido el cuidar al centro, pero que, a partir de hoy, ese centro del cuidado no serás tú.

Como la última vez que te abracé y te puse mi mano sobre tu panza, te digo lo mismo, buen viaje, nos vemos a la vuelta. Sólo que yo no voy a ser el que espera en este viaje, sino que tú me vas a tener que aguantar un rato. Y no te preocupes, también como la última vez, soy yo el que carga las maletas.

@RuloZetaka

 

En maya: Kóokayo'ob


Edición: Estefanía Cardeña


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