The New York Times ( NYT) publicó ayer una pieza de propaganda y desestabilización política disfrazada de reportaje. El texto aborda las supuestas indagatorias de agentes estadunidenses en torno a la ficción del financiamiento electoral del crimen organizado a las campañas del presidente Andrés Manuel López Obrador en 2006 y 2018. La manera en que se encuentra estructurado el texto, el momento elegido para difundirlo, la carencia de pruebas o al menos indicios que sustenten los dichos, la violación de los principios de ética periodística y las contradicciones que lo atraviesan, dejan claro que el medio y los autores en ningún momento buscaron brindar al público un trabajo informativo, sino sembrar una noticia falsa –o, al menos, plantar una sospecha– que pueda ser amplificada y viralizada por empresas dedicadas a la distorsión de la democracia, como los trollcenters de los que se comentó en este espacio el miércoles pasado.
No es casualidad que este ejercicio de desinformación se divulgue a un mes de que viera la luz otro trabajo de idéntica factura, ni que el NYT lo respalde, pese al instantáneo descrédito en que cayó debido a las falencias señaladas arriba. La DEA, fuente de los bulos difundidos hace un mes y probablemente también de esta nueva andanada, no ha ocultado su malestar ante un gobierno que defiende la soberanía nacional, le retira la patente de corso con que solía operar y le exige el cumplimiento de las leyes en su actuación dentro de las fronteras mexicanas. Al convertirse en vocero oficioso de los poderes fácticos que presionan de manera ilegal al Ejecutivo federal, el diario confirma su vocación propagandística y la prevalencia de las consideraciones mercantiles sobre las periodísticas en su toma de decisiones.
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En sus primeros párrafos, la nota insinúa que las investigaciones fueron cerradas porque el gobierno estadunidense no quería crear fricciones con su contraparte mexicana. Pero más abajo reconoce que la información recolectada “provenía de informantes cuyos testimonios pueden ser difíciles de corroborar y en ocasiones resultan ser incorrectos”, y que “no está claro” si una sola de las aseveraciones pudo ser corroborada. A continuación, desglosa una serie de especulaciones, ninguna de las cuales posee sustento documental o material: un “informante les relató a los investigadores estadunidenses”, “otra fuente les dijo”, “consiguieron información de una tercera fuente que sugería”, “personas que se creía eran operadores del cártel”, una persona cercana al Presidente recibió un pago “más o menos al mismo tiempo que López Obrador se trasladó al estado de Sinaloa”. Un editor que estuviera al cuidado de la información les habría exigido especificar si “más o menos” implica la misma semana, el mismo mes, o el mismo año, pero nada en el texto indica que la búsqueda de la verdad fuese un criterio usado en su redacción.
Los autores muestran desconocimiento del tema al incurrir en errores como la confusión de un cabecilla con un cártel. Incluso hacen afirmaciones que no están sujetas a interpretación, sino que son mentiras llanas. Por ejemplo, aseguran que para Washington es algo complejo e inusual perseguir cargos penales contra altos funcionarios extranjeros. El hecho es que, en este mismo momento, el ex presidente de Honduras Juan Orlando Hernández se encuentra preso en Estados Unidos, donde es juzgado por narcotráfico. Entre el 20 de diciembre de 1989 y el 31 de enero de 1990, las fuerzas armadas estadunidenses invadieron Panamá, depusieron a su gobierno, secuestraron al presidente acusándolo de narcotráfico (aunque nunca procedieron contra los funcionarios de la CIA con los que trabajó durante años) e impusieron un gobierno títere al más puro estilo colonial, ungiéndolo en una base militar de EU. Como bien saben los habitantes de los 70 países que han sufrido agresiones militares de la superpotencia, lo único inusual y complejo para la superpotencia es respetar la soberanía ajena y el derecho internacional.
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En su intento de golpear al Presidente mexicano, el rotativo hace gala de una insolencia que está fuera de lugar en el trato a cualquier país y que constituye la enésima muestra de la arrogancia colonialista y racista con que los grandes medios occidentales se dirigen hacia todo el mundo no blanco.
Asimismo, delata los vínculos y las afinidades entre dichas corporaciones mediáticas y las derechas latinoamericanas, a las cuales se trata con una deferencia que resulta incomprensible si no se toma en cuenta que para esas empresas la información no es un fin, sino un medio para el lucro y la promoción de intereses particulares no pocas veces inconfesables.
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