Estuve en la costa oriente de Yucatán, pasando un par de días extraordinarios. El mar siempre es el mar: eso que atrapamos en un simple monosílabo en el que, sin embargo, cabe toda la inmensidad.
Conocí Río Lagartos cuando era un pueblo de pescadores y de calles de arena, de casas de madera con techos de dos aguas y flamencos andando en los patios de las casas como si fueran gallinas. Hoy es otra cosa, menos idílica si se quiere, aunque llena de gracia y de buena fe.
A través de uno de mis hijos, sé que en Río Lagartos y en San Felipe la gente tiene un alto sentido de solidaridad y de respeto no sólo por los demás, sino también por el entorno ecológico y la normatividad. Un ejemplo de ello lo encontramos en el respeto a las vedas que restringen la captura de ciertas especies marinas, lo cual ha permitido que la región se haya convertido en un importante enclave pesquero, no solamente de especies de escama, sino también de pulpo y de langosta.
Pensar en términos de comunidad ha hecho de Río Lagartos y de San Felipe un enclave muy interesante; las temporadas de veda, por ejemplo, se palian a través de programas comunitarios para atraer visitantes y así podemos ver cómo hoy por hoy ambas poblaciones viven un tiempo de florecimiento económico que tal vez tendría que ser apoyado culturalmente (en el sentido más amplio del término) para que sus raíces sean más sólidas y profundas.
Fue muy grato recorrer el estero de Río Lagartos hasta Las Coloradas, pero fue todavía más emocionante ver el compromiso de los operadores de las embarcaciones con el entorno y con sus compañeros. Un ejemplo de ello fue ver cómo entre ellos (aunque pertenecieran a diferentes empresas) se alertaban sobre algún cocodrilo o algún ave en las orillas, buscando que los visitantes pudieran avistar la fauna regional y se sientan satisfechos y plenamente gratificados por el paseo.
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En Las Coloradas había una pequeña parvada de flamencos y la instrucción fue clara cuando descendimos: “No se acerquen, pues los flamencos pueden espantarse y volar hacia otro lado y entonces los que vengan después no tendrán oportunidad de verlos…”.
Cuando regresamos del paseo (y mientras caminábamos por el malecón), comentaba con mi hijo sobre lo grato de la experiencia. Mis ojos estaban llenos de colores y de magia; en mi cerebro, sin embargo, pensaba en la gente de Río Lagartos, en sus sonrisas, en sus miradas limpias y en su legítima amabilidad: se llama “sentido comunitario” —pensé— y dibujé una sonrisa en mi consciencia y en mi sombra.
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Edición: Fernando Sierra
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