Primera Parte
Casi siempre entra por los ojos: el mundo es forma y color entre las dimensiones de una luz que inventa las miradas y nos filtra al quizá de la sorpresa; pero a veces el mundo es otra cosa: un ruido que inventa los espejos, un sonido que estremece la inocencia, una música que retrata las ínsulas del sueño.
Circulábamos por San Juan de Letrán hacia el norte; la Torre Latinoamericana se veía algunas calles más adelante; llegaba el mediodía, el calor arreciaba, el tráfico era lento y mi hermana era una mariposa azul durmiendo en el asiento de atrás. En el radio del auto se escuchaba un bolero ramplón que acusaba la agonía del género: “¡Ay, vida, dime que no es cierto, que tú me has escrito esta carta fatal…!”
Repentinamente, entre los autos comenzó a cruzar un grupo numeroso de jóvenes, gritando consignas políticas; en una pancarta se podía leer: “MUERA CUETO”; subimos los cristales: teníamos mucho miedo. Al virar hacia Avenida Juárez un gran letrero anunciaba la proximidad de los Juegos Olímpicos.
Mi primer recuerdo de la música de Armando Manzanero data de ese mediodía en que íbamos al teatro donde mi hermana participaría en un festival escolar; recuerdo aquel automóvil que había comprado mi padre, un Valiant azul en el que salíamos a pasear los domingos después de ir a misa. Extrañamente, en mi memoria persiste también la música que escuchábamos en el equipo radiofónico del vehículo, donde recibíamos la señal de varias estaciones que tocaban géneros muy diversos: Radio Sinfonola, especializada en música ranchera; Radio A I, especializada en cumbias y guarachas; Radio Variedades, en baladas y rock en español; Radio Capital, en piezas cantadas en inglés; Radio Seis Veinte, que transmitía música instrumental, y las históricas XEQ y XEW.
Ese mediodía de bochorno y tránsito pesado, en alguna de esas emisoras escuché por primera vez a Armando Manzanero cantando “Esta tarde vi llover”: una canción extraña, quizás hasta cargada de un prosaísmo inusual o de un coloquialismo que rompía con la retórica trasnochada de los boleros en boga, muy lejana también de las tonalidades de las baladas que usualmente eran traducciones amelcochadas de piezas compuestas en inglés, interpretadas por grupos como los Hermanos Carreón o los Rockin’ Devils.
Recuerdo la experiencia por su carácter ambivalente. Mientras luchaba con el tráfico, mi padre criticaba la voz gangosa de Manzanero, al tiempo que elogiaba la calidad musical de la canción y ponía en relieve la simplicidad de la letra. Quizá si Manzanero no hubiera sido yucateco, el asunto hubiera sido intrascendente, pero el compositor se alejaba del paisaje local y de los motivos regionales; no hablaba de flores, de mariposas ni de mujeres recostadas en su hamaca, sino de algo tan vulgar y poco poético como el paisaje urbano, la lluvia, la gente empapada corriendo por la calle y, sobre todo, de la ausencia. La lluvia que en nuestras lajas yucatecas es usualmente una fuente de frescura, en la Ciudad de México puede ser un pequeño drama para muchos. (En mi imaginación de niño clasemediero de 9 años, yo pude evocar la escena retratada en la canción y conmoverme con ella).
Poco tiempo después, mi padre compró una casa y nos mudamos de barrio a un sitio en el que había dos lugares que para mí estaban llenos de magia: un supermercado y una pequeña tienda de discos que vivía fundamentalmente de la venta de compactos de 45 rpm., algo que estaba al alcance de los bolsillos de los adolescentes de la colonia, quienes a veces nos organizábamos para comprar discos con canciones distintas y así tener una colección comunitaria (el supermercado también tenía un área donde uno podía comprar música muy diversa, pero sólo en el formato de long play).
Crucé por la secundaria escuchando baladas en inglés y bailando en las fiestas de las compañeras que iban cumpliendo años y hacían tardeadas en los patios de sus casas; Manzanero se mantenía lejos y no fue sino hasta la preparatoria que en casa de un amigo escuché incidentalmente algunas piezas de A mi amor con mi amor, uno de los discos más icónicos del maestro, y entonces comencé a sentir una atracción muy entusiasta por su música, sobre todo por piezas como El ciego y Contigo aprendí. Tiempo después, cuando apareció el álbum denominado Corazón salvaje, mi entusiasmo devino en devoción con piezas como Fue una vez o Amanecer, que constituyen parte del horizonte de mi educación sentimental.
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Segunda y última parte
La oportunidad de ofrecer algunos comentarios en torno al libro sobre Armando Manzanero —coeditaran el Gobierno de Yucatán y algunas instancias federales en copatrocinio con organizaciones privadas entre las que podemos referir a La Jornada Maya—, me permite referir la puntualidad y precisión con que se dibuja la figura del cantautor, hecho que configuró para mí la peculiar experiencia de lectura que supuso el entrar en contacto con la obra escrita por Enrique Martín y prologada puntualmente por Pável Granados.
Y es que, en una primera instancia, tuve el temor de que la obra fuese irremediablemente complaciente con la figura del Armando Manzanero mediático, en detrimento del hombre de carne y hueso.
Enrique Martín pudo superar con una gran elegancia ese escollo y, en ese sentido, la obra no está solamente muy bien documentada, sino también muy bien concebida como testimonio riguroso de la vida, la obra y el perfil humano de un artista que no solamente se diluye en su dimensión mediática (siempre manipulada y manipulable), sino que también tiene virtudes, defectos, frustraciones, gustos, aversiones, filias, fobias, preferencias políticas y todo aquello que lo humaniza y lo pone a la altura de su tiempo y de sus circunstancias.
Otro aspecto que me entusiasmó del libro se refiere a que en él las anécdotas tienen funciones narratológicas muy precisas y no constituyen el centro siempre ramplón y hasta tramposo (porque detrás de ellas se esconde usualmente la falta de rigor historiográfico) de un trabajo de este corte; en la obra, las referencias anecdóticas colorean o matizan lo fundamental y eso se agradece porque uno termina disfrutando la pulpa y no los bagazos del asunto.
Así, sin afán de caer en el simplismo o en la complacencia que a veces devienen del afecto (Enrique Martín es un amigo de mi más alta estima), es necesario destacar que el libro no se cierra sobre sí mismo y deja lugar para trabajar diversas posibilidades en torno a la obra y la figura de Armando Manzanero, prefigurando los antojos y los senderos posibles para indagar aspectos musicológicos que a veces me inquietan y que mi escasa cultura musical no puede resolver: Manzanero y el jazz, por ejemplo, o Manzanero y el bossa nova, lo mismo que algunos referentes literarios que se dejan ver en las letras de sus canciones, lo cual podría derivar también en la reconstrucción más fina de los perfiles estéticos, ideológicos y emocionales del artista.
Finalmente, me parece un acierto que en el libro se hayan incluido entrevistas, crónicas, cartas, documentos autógrafos y fotografías inéditas del compositor, donde queda bien trazado el perfil humano del yucateco.
No me cabe la menor duda de que este esfuerzo bibliográfico es un referente de la cultura musical mexicana (y, ¿por qué no? Latinoamericana y universal) y que su relevancia no sólo nos pone frente al espejo de lo que somos y de lo que no somos, sino también frente a todo aquello que supone la complejidad de del acto creador de objetos a través de los cuales buscamos representar nuestra subjetividad.
Después de muchos años de no sentarme a escuchar la música de Manzanero, este libro me ha hecho regresar a ella para recordar tiempos, lugares, amigos entrañables, noches aciagas, risas, aromas, texturas. Manzanero construyó con sonidos y palabras los navíos en que viajamos a las ínsulas del sueño para no ser devorados por la sinrazón y la estulticia.
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Edición: Fernando Sierra
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