El asesinato de la aspirante morenista a la alcaldía de Celaya, Guanajuato, Bertha Gisela Gaytán Gutiérrez, estremeció a la opinión pública por el desparpajo con que fue perpetrado, característico de quienes confían en salir impunes, pero también por las omisiones de la autoridad electoral local, que se negó a tramitar la protección que la aspirante solicitó puntualmente con el pretexto de que las campañas no habían comenzado; por la desoladora ineptitud de la policía local y la parálisis general de los organismos estatales antes, durante y después del asesinato.
Pero este crimen es sólo uno más de los abundantes episodios de violencia política que se abate en diversas regiones del país y que en lo que va del año se ha cobrado la vida de una veintena de candidatas y candidatos de todos los partidos a diversos puestos de elección, sin contar el medio centenar de políticos en activo que han sido ultimados de fines del año pasado a la fecha.
Al margen de los persistentes fenómenos de inseguridad, es inocultable que en el país se desarrolla, en vísperas de los comicios generales del 2 de junio, una violencia política claramente dirigida a imposibilitar por medio del homicidio que aspirantes de distintas fuerzas lleguen a las posiciones a las que aspiran. Así pues, esos crímenes no sólo constituyen delitos de privación de la vida –de suyo gravísimos–, sino también formas de extrema barbarie de impedir, inhibir o torcer el ejercicio de la voluntad popular.
Resulta insoslayable también que esta execrable violencia política coincide con una desaforada violencia verbal y propagandística que se vale de la calumnia, la insidia, las fake news y el denuesto puro para descalificar a partidos y personas que participan en la contienda; en ella participan activamente medios informativos, organismos de la llamada sociedad civil, operadores de bots en redes sociales e incluso instancias políticas y mediáticas del extranjero. No escapa a la vista que la andanada resultante, la “ guerra sucia, pero en serio”, se vincula con la palmaria debilidad de las oposiciones partidistas de cara a las elecciones, debilidad que viene siendo señalada desde hace meses por todas las firmas encuestadoras profesionales.
Lo cierto es que esta confluencia de asesinatos políticos, avalancha de desinformación y campañas de lodo genera un ambiente por demás indeseable para el ejercicio democrático y lesivo para todas las fuerzas partidistas, por más que en algunas de ellas se piense que es preferible desestabilizar los comicios que perderlos.
En tales circunstancias, es impostergable que los principales actores políticos del país se sienten a construir un acuerdo de civilidad que deje a un lado la toxicidad de la propaganda electoral abierta o disfrazada. Pero es necesario también que la Federación y los gobiernos estatales y municipales de todos los signos se comprometan a redoblar esfuerzos en el fortalecimiento de la seguridad en un marco de colaboración y, especialmente, en la protección de quienes hacen política partidista.
Por lo que hace al atentado mortal contra Gaytán Gutiérrez, es obvio que la investigación del caso no debe quedar en las instancias estatales, habida cuenta de su incapacidad para contrarrestar la descontrolada violencia local y de los oscuros antecedentes del fiscal Carlos Zamarripa, sobre quien pesan señalamientos de delitos graves. La Fiscalía General de la República debe ejercer su capacidad de atracción para investigar y fincar responsabilidades a los perpetradores materiales e intelectuales y a quienes contribuyeron al crimen mediante la omisión en el cumplimiento de sus funciones
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