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Foto: Rodrigo Díaz Guzmán

—Seis horas encerrado vuelven loco a cualquiera —explica Diego—. Más si estás en completa oscuridad. Aún más si tienes 9 años. 

Un par de minutos, o tal vez cinco, y el hombre frente a mí no levanta la mirada. Se juega los dedos, se rasca las palmas con tanta insistencia que temo le sangren.

—¿Quién lo encerró? —decido romper el silencio— ¿En dónde?

—Mi padre —dice, regresando al espacio en donde nos encontramos—. En la cajuela del auto. Imagínese: un tsuru, en esta ciudad que parece un desierto, en mayo. Un niño de nueve años.

La siguiente pregunta es obvia, así que no la hago. Las obviedades son sitios comunes que me gusta evitar.

—Descubrió un diario donde escribía casi todas las noches. No entiendo por qué se enojó tanto por algo que era obvio, evidente —guarda silencio antes de continuar—. Me lo rompió en la cara, me forzó adentro de la cajuela y dijo: no te voy a sacar de ahí hasta que grites ‘no soy joto’.

Willa Cather fue una de las más importantes escritoras estadounidenses del siglo XX. Paul’s Case, uno de sus cuentos más memorables y analizados, fue publicado por primera vez en McClure's Magazine, en mayo de 1905. Preparatoriano, huérfano de madre, a Paul se le somete a una junta con el director y los profesores, quienes lo expulsan de la escuela. Están enojados porque hay en él algo de perturbado, algo que no anda bien. En efecto: solitario, depresivo, amante del arte, vouyerista, soberbio y engreído, propenso a la fantasía, con una insatisfacible carga de anhelo y un silencioso disfrute de las flores. Willa Cather también prefiere evitar las obviedades. 

—Pude haberlo gritado con tal de que me sacaran de ese sitio. Pero me bloqueé apenas estuve ahí. Mi mente se llenó de miedo, dejó de pensar. 

No en una cajuela, sino en un sótano, Paul se esconde de su padre una noche. Su mente vuela a la fantasía: se pregunta qué pasaría si su padre le disparara tomándolo por un ladrón. ¿Hubiera quedado horrorizado? ¿Se lamentaría al día siguiente? Está harto del hostigamiento, cansado de la incomprensión. Willa Cather nos cuenta que Paul no recordaba un instante en que no hubiera tenido miedo. El miedo siempre había estado con él, detrás, delante, a cada lado. Siempre había estado la esquina en penumbra, el lugar oscuro al que no se atrevía a mirar, pero donde siempre parecía haber alguien vigilando. La decisión fue fácil de tomar después de ser expulsado de la escuela. Paul roba tres mil dólares y huye a Nueva York, donde se hospeda en una suite del lujoso Hotel Waldorf. ¿Qué mejor escenario para poder ser quien deseaba? ¿Para poder adornar su habitación de violetas? ¿Para respirar el refrescante perfume de las flores?

—Supongo que me sacaron desmayado. No recuerdo nada —Diego levanta la mirada por primera vez—. Acabé en el hospital, deshidratado. Mi padre dijo que tal vez yo me había metido ahí por travieso, por juguetón. Una regañadita para que no se me volviera a ocurrir.

Diego mira los cuadros en el consultorio, los libros, la decoración. Después esconde su mirada en una esquina. 

—¿Cómo se supone que debe sentirse uno tras algo así? El encierro, la mentira, son lo de menos. Para mí fue más importante saber cómo mantener la negación de lo que uno es. Una mascarita de macho para que no se me volviera a ocurrir. 

Tres mil dólares en el Waldorf le duraron a Paul una semana. Leyó en los periódicos que toda su ciudad sabía del robo; que su padre, avergonzado, devolvió el dinero a la compañía, antes de salir a buscarlo y regresarlo a casa. El juicio que inició ante sus profesores había terminado. La sentencia de Paul fue autoimpuesta. 

Claude Summers, en un ensayo sobre la estética y la homosexualidad en el cuento de Cather, compara el caso de Paul con el Wilde Scandal, conocido juicio en el que Oscar Wilde fue declarado culpable por homosexualidad y conductas indecentes en abril de 1895. Como es bien sabido, el poeta irlandés estuvo encarcelado hasta 1897. Esto casi nos hace olvidar a lo que Cather estuvo también sometida. Homosexual, pareja de Edith Lewis durante muchos años, se vio forzada a vestirse de hombre para poder estudiar en la Universidad de Nebraska. Tuvo que cambiar su nombre por William Cather. 

¿Qué son dos años, una noche, seis horas de encierro? ¿Qué implica cambiarse el nombre, ponerse una máscara? Son razones suficientes. ¿Suficientes para qué? Nos dice Willa Cather: para destruir el mecanismo que fabrica las imágenes, para fundir las visiones perturbadoras y caer de vuelta en el inmenso diseño de las cosas.

Quizá las obviedades son sitios comunes que no siempre se logran entender. 

Alonso Marín Ramírez, escritor, sicoanalista y siquiatra de adultos y niños.

[email protected]

 

Lea, del mismo autor: La incertidumbre me está matando



Edición: Estefanía Cardeña


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