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Es peor que una sentencia de muerte

Las dos caras del diván
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán

—Es peor que una sentencia de muerte.

La mirada de María está ausente. Se ha ido, no sé si a algún lugar de su pasado, o a algún sitio de su presente, que ya da por perdido. 

—Al menos con una sentencia sabes la forma, el lugar, la hora —insiste—. Pero con algo como el Lupus —rompe en llanto— es como que te digan: vas a morir, pero antes vas a perder la vista, los riñones, la movilidad. Antes de morirte vas a quedar loca.

Tengo un odio particular a este tipo de enfermedades. Mi mente se llena de pensamientos que me apuro a reconocer para después hacer a un lado. Recuerdo a gente que he atendido, a personajes que he admirado. 

—Yo tenía planes —se lamenta—. ¿Cómo se le quitan los proyectos a alguien de 30 años?

Su enojo no es infundado. Su desesperanza viene cargada del peso de lo reciente, matizada por la zozobra de las malas noticias. Lo cierto es que pocos planes resisten a la enfermedad. 

Pienso en Jacqueline du Pré, la gran chelista británica. Un día, de manera inexplicable, el arco comenzó a caérsele de las manos mientras practicaba el Concierto para violonchelo en mi menor, de Elgar. Debía estar cansada, la mano fatigada; eran tantas presentaciones, demasiada exigencia por las giras con su esposo, el director Daniel Barenboim. Debilidad, pérdida de sensibilidad en los dedos, visión borrosa, a veces doble; olvidos inexplicables de fragmentos de Bach, memorizado a los seis años. Las justificaciones no podían compensar el malestar que, inútilmente, intentaba explicarle a los médicos.

—Está muy estresada —le señaló un doctor después de no encontrarle nada—. Necesita relajarse. Búsquese un hobby.

Yoga, caminatas en el campo. Pero el arco se le seguía cayendo. 

—Cuando vi mis articulaciones inflamadas pensé que algo me había pasado en el gimnasio —explica María—. Descansé una semana, qué ilusa, pero el dolor aumentó. Mi madre me recomendó tomar té de jengibre. Siempre he sido catastrófica y lo primero que pensé fue: ya tengo artritis reumatoide. Mi catástrofe se quedó corta. 

Tantos médicos no podían estar equivocados, fue el razonamiento de Jacqueline du Pré. La ciencia, el público, los críticos debían tener razón. Era una hipocondríaca, débil de carácter, histérica, una genio venida a menos; mujer, al fin y al cabo. Triste y enojada, comenzó a dudar de su cordura. A falta de causa física, la enfermedad tenía que ser mental. Si el enemigo estaba en su cabeza, era su responsabilidad eliminarlo. Deprimida, accedió a consultar con Amadeo Limentani, sicoanalista. ¿Qué puede hacer un sicoanalista con un padecimiento del cuerpo? ¿Con una enfermedad que se oculta en las neuronas, que esconde su maldad en la destrucción de la mielina?

—Ahora estoy quedando gorda —se queja María—. Odio los corticoides. Me aterra la azatioprina. Me puede dar cáncer. Cáncer y Lupus. ¡Dios mío!

Jacqueline casi pierde la cabeza después de un mes de entrar y salir del St. Mary’s Hospital. Evaluaciones, pruebas, un médico tras otro. Cuando al fin llegó el diagnóstico, la inquietud dejó paso al sosiego. Le explicaron: la esclerosis múltiple puede tener largos periodos sin síntomas. Guardó esa ilusión hasta el último momento. Estaba convencida: la ilusión también nos hace avanzar. 

 En el caso de du Pré, la enfermedad resultó un alivio; para ella, una enfermedad física fue más tolerable que una mental: confirmaba su cordura, la estupidez de los otros al juzgarla, una histérica. En cierta medida, no está lejos del temor de María, para quien las preocupaciones comienzan a ser un martirio: su decepción por los planes perdidos, el miedo por las complicaciones que ya augura; la locura que teme adquirir antes de que la enfermedad le arrebate la vida. 

¿Qué puede hacer un sicoanalista ante un padecimiento del cuerpo? A pesar de ya no tener nada más que analizar, Limentani acompañó a du Pré hasta el día de su muerte. Estuvo con ella cuando la dejó su padre, cuando la juzgó su madre, cuando Barenboim le confirmó que ya tenía una relación con Elena Bashkirova. El día de su muerte, puso a sonar la grabación que a Jaqueline más le gustaba: Schumman: Concierto para Chelo en A menor, Op. 129: I. Nicht zu schnell. La escuchó y la dejó ir.

Zola llamó a ese concierto “la volupté du désespoir”. Quizá lo que un sicoanalista hace en estos casos es algo parecido a lo que Zola describió: contener, dar sentido a la desesperación.

Alonso Marín Ramírez, escritor, sicoanalista y siquiatra de adultos y niños.

[email protected]

 

Lea, del mismo autor: Seis horas encerrado vuelven loco a cualquiera

 

Edición: Estefanía Cardeña


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