Suena el teléfono, (cuando aún había este aparato en casa); contesto y del otro lado una voz mañanera que carraspea para quitar los molestos obstáculos tempraneros que comúnmente traemos en la garganta antes del primer café; dice: ”bueno” (es la inigualable voz de mi compadre Pastor). Él no decía: buenos días, ¿cómo estás?, nada de eso; él usaba el teléfono para lo necesario o más bien para lo que él necesitaba decir. Los apapachos, abrazos, saludos y mentadas de madre, te los daba de frente y mirándote a los ojos. Y, así, sin ningún tipo de saludo, va al grano: “Compadre, me habló Jorge Esma, que dice el gobernador que tenemos que ir a cantar a Chichén porque viene el Presidente; pregunto: “¿Salinas?”; Pastor contesta con desdén y cierto desprecio: “¡Ese!”. De nuevo va otra pregunta para saber a detalle: “¿Cuándo va a ser, te dijo?” Y con ese acento aporreado, muy yucateco, mi compadre me dice: “No lo sé; ven a tomar café y le hablamos para ver cuándo… “Oye compa… compadre… comp… bip bip bip… (el sonido característico de que el teléfono ya estaba colgado). Pensaba decirle otra cosa, pero así de fino era mi compadre, decía lo que tenía que decir y colgaba. Y allá voy a su casa. Pastor vivía por Pensiones, enfrente de una pequeña placita a la que siempre cruzábamos para comprar sus cigarros. Su casa tenía una reja para pasar a un pequeño jardín, un recibidor con dos sillones, una mesita y la puerta de los interiores a un lado; yo me saltaba el protocolo del clásico grito de: “bueeenaaas”, para que me abrieran la reja; me iba directo a la puerta, tocaba hasta oír la voz de mi compadre que decía: “¿Quién?” Soy yo, compa. Abría, y con la misma, como ignorándome y con desdén, me daba la espalda y caminaba rumbo a la cocina y preguntaba: “¿Vas a tomar café?” Yo contestaba, como parte de un antiguo ritual que teníamos: “¿Tienes?”; acto seguido se detenía y señalándome con sus enormes manos y el inquisitivo dedo índice con tremenda uña: “mira, hijueputa compadre, en esta casa nunca faltará un buen café y una buena guitarra”, y seguía su camino.
Ya con café en mano me preguntó: “¿Y qué vamos a hacer?”; “pues, lo que tú quieras” - le respondí. ¡Pues, vamos! ¡Pues sí, vamos! . La verdad que eso de andar tocando para políticos a mi compadre no le gustaba y a mi menos; pero, bueno, era chamba. Embriagados del aroma del café y la entretenida plática, de la nada salía a la luz otro de nuestros rituales: “Compadre, sabes que lindo está sonando la Pocaropa. ¿En serio? pregunté. “Deja la traigo para que la oigas”. Con su arrastradito andar fue a buscar una de sus guitarras, este instrumento era muy peculiar porque era excesivamente ligero, casi no pesaba, de madera, muy delgadita, por eso el nombre de Pocaropa. De regreso me entregó la guitarra y sentenció: “Oila, siéntela, ¡está divina!”. Toco algunos acordes y la siguiente parte del ritual era la pregunta: ¿Te acuerdas de aquella canción? Esa de: (y cantaba) “Dime que ya eres libre como es el viento” y le brillaban los ojitos de niño travieso que siempre tuvo. “¿Te acuerdas?” “Claro que me acuerdo, cántala” ¿Me haces segunda? (le decía, a sabiendas de que se enojaría): “¿Qué?, mira hijueputa compadre, yo no hago segunda, yo hago dúo, que te quede claro: cántale… Y nos arrancábamos en un repertorio que parecía no tener fin, las canciones iban brotando como hierba cuando cae la lluvia, cantábamos y después cantábamos y luego cantábamos; de acordarme se me salen las lágrimas. Después de tanta gozadera, finalmente hablamos de lo que teníamos que hablar: ¿Entonces vamos? “Sí, vamos”
Y llegó el día y nos fuimos a Chichén, cantamos (siempre era un placer cantar con Pastor), porque si alguien sabía hacer dúo era él, era un bordado mágico y caprichoso lo que hacía, lo que se le ocurría en el momento, pero siempre preciso y melodioso. Nunca ensayábamos; cuando le decía: compadre hay que ensayar, su respuesta era precisa y contundente: que ensayen los pendejos, tú cántale y yo te sigo. Así se las gastaba el viejo. Bueno, terminamos y nos metimos a un improvisado camerino que había para los que participamos esa noche; mi compadre, sacó su chatita de tequila, nos metimos un buen trago, un cigarrito y agarramos camino a la camioneta que nos había llevado al evento. En el camino de repente se oye una voz que grita: “Don Pastor, don Pastor”. Mi compadre me jala del brazo y me dice (sin voltear a ver de dónde venía la voz) “¿Quién está gritando?” Es Salinas, le contesto; me vuelve a jalar del brazo y esta vez se detiene, voltea hacia el sitio de donde venía la voz, (que era una mesa donde al parecer cenaban el presidente y un séquito de políticos que lo acompañaban) hace la señal con la mano y dice: “Ven acá, presidente. Se hace un silencio sepulcral, las caras descompuestas de los políticos es muy notoria, como diciendo: “¿Quién se cree este señor para darle una orden al presidente?”; pero para su sorpresa el presidente responde: “claro que sí, don Pastor”; al dar esta respuesta los rostros vuelven a su lugar, Salinas se levanta de su asiento y viene hacia nosotros, seguido, claro, de toda la comitiva que ahora sí traen un murmullo festivo copiando la actitud del mandatario, al acercarse. Pastor le pone la mano en el hombro y le dice: “Oi esto, presidente: “No hay tamarindo dulce ni calvo pendejo; ahí te lo dejo”. Y, con la misma, se dio la vuelta y con un “¡vámonos, compadre!” dejó al presidente boquiabierto. Finalmente, ya que íbamos como a cuatro pasos de distancia, el tal Salinas soltó la carcajada y, claro, todos lo acompañaron riendo y el final de esta anécdota fue el grito del presidente: ¡Gracias, don Pastor!
Edición: Emilio Gómez