Opinión
Pablo A. Cicero Alonzo
09/07/2024 | Mérida, Yucatán
La mente es un lugar extraño; un laberinto sin fronteras concretas. Mientras aquí conjurábamos el peligro del huracán con el humor de una supuesta batalla entre dioses, recordé la novela American gods, de Neil Gaiman. Ahí, precisamente, se cartografía la mente y se le pone límites: ”Al Norte, limita con las auroras boreales; al Este, con el sol naciente; al Oeste, con la procesión de equinoccios, y al Sur, con el Día del Juicio Final”.
Así como Tampico forjó con humor una leyenda de una supuesta protección extraterrestre contra huracanes y terremotos —una muralla cómica y cósmica contra la ansiedad que provoca la furia de la naturaleza— en Yucatán acaba de emerger un nuevo chiste, tan sutil que muchos pensaron que era real. Sin embargo, y a pesar de que sabemos que era una irreverencia pagana, aún suspiramos, aliviados, por la benevolencia de Beryl.
Ante la aridez de la realidad nos conviene refugiarnos en la fertilidad de la imaginación, propia y ajena, como la de Gaiman: y es que si hablamos de dioses él es mucho más elocuente y entretenido que cualquier otro. American gods es, en términos prácticos, un road trip por las profundidades de Estados Unidos, una cartografía de encrucijadas entre lo real y lo fantástico. El motivo de ese viaje es reclutar a dioses antiguos para una guerra que se cierne contra nuevas deidades.
Es, también, recordatorio a la diversidad y al pasado: las pequeñas historias que van formando la Historia son las de los recién llegados a ese nuevo mundo cargando la religión de sus padres en sus desgastados bolsillos: El vikingo que agonizó en las playas de Vinland sin ticket al Valhalla, el corazón del esclavo que latía al ritmo de los rituales de la tierra de la que lo arrancaron e, incluso, el hombre que, en su éxodo, vio caminar a otro sobre las aguas del Río Bravo.
La nueva frontera se va poblado de seres que sólo se ven con ojos de creyentes: duendes que protegen sembradíos pero que también prenden fuego a graneros, espíritus con forma de arañas que marcan rutas para prófugos, un tuerto que va sembrando su semilla en gasolinerías, dejando un rastro de bastardos; una mujer que se come a los adúlteros y otra que con un tronar de dedos hace florecer los rosales.
Uno migra con su pasado a cuestas. Y por eso, un destino de exiliados como Estados Unidos, se fue poblando no sólo de hombres y mujeres provenientes de los cuatro puntos cardinales, sino también de sus creencias. Así, dioses de todos los panteones se convirtieron igual en los autores de la historia que se ha escrito desde entonces. Sin embargo, la guerra que se huele en American gods no es entre ellos, sino los que están ocupando sus lugares.
Gaiman advierte de la irrupción de nuevas deidades, más crueles que aquellas que solían exigir sacrificios humanos, incluso sólo para poner a prueba la fe de los padres. Esos dioses recién salidos de la crisálida conforman un panteón de plástico y cristal líquido, de neón y silicio; hijos provenientes del frenético mundo moderno: los medios, la tecnología, el dinero y el poder. Contra ellos se unen los viejos dioses, que se van esfumando con cada último aliento de cada uno de sus creyentes.
La mente, reitero, es un lugar extraño. A mí, que me pareció inverosímil que se hubiera tomado en serio lo de Poseidón y Chaac, disfruté en cambio el argumento de American gods. Tal vez porque ahí encontré la raíz humana de los dioses, la fragilidad que las mitologías han escondido. Tal vez porque Gaiman alerta sobre peligros actuales, como la desinformación y el cinismo. Con esa lógica, incluso es más factible que lo que atestiguamos en la gentileza del ciclón fue una alianza y no una batalla.
Edición: Fernando Sierra