Opinión
José Díaz Cervera
16/07/2024 | Mérida, Yucatán
1. Granito de sal
De manera preliminar hago algunas consideraciones sobre la experiencia estética, caracterizándola como un acontecimiento de nuestra sensibilidad generado a partir de la capacidad para ser afectados en nuestras emociones por estímulos del medio en que vivimos. Dichos estímulos, sin embargo, se procesan y potencian a través de una imaginación libre y soberana.
Así, en el caso del asunto que aquí se plantea, el criterio para determinar si un producto es “mejor” que otro se establece, fundamentalmente, a partir de la factura literaria de las piezas, no sólo considerando aspectos de limpieza formal (técnica de versificación, rigor en la distribución y forma de las rimas y adecuada estructura de las tónicas de los versos), sino sobre todo en la valoración de los recursos expresivos que se emplean, mismos que no funcionan como ornamento del texto (algo que muchos creen), sino cabalmente como auxiliares simbólicos que le permiten a un autor mostrar a los demás los contenidos de esa experiencia absolutamente individual e histórica que nos convierte en sujetos que ejercen libremente su capacidad para imaginar el mundo.
Hablando en plata, un texto de factura poética es mejor mientras más estimula la imaginación de sus receptores y con ese criterio hago esta selección cuyo orden es aleatorio y no determina superioridad del primer ejemplo sobre los demás.
Vayamos al análisis retórico de la pieza escogida, buscando reconocer los mecanismos que emplea para estimular la imaginación de sus receptores.
La letra parte de una comparación explícita: “Dame pasión y consuelo, / dale sabor a mi vida / como un granito de sal…”. Los dos primeros versos son ágiles y marcan de manera radical la circunstancia emocional del hablante lírico, cuya demanda es claramente derivada de una serie de carencias emocionales que se sintetizan en una existencia insípida. Observemos cómo el texto no se queda nada más en la manifestación de un estado de ánimo, sino que va más allá al mostrarnos cómo esa emoción ingrata se concreta en una existencia desabrida cuyo remedio pudiera hallarse en algo análogo a la sencillez de un granito de sal.
Sin grandilocuencias, la imagen es espectacular y conmovedora: habla de soledad profunda, quizá hasta de un irresoluble y conmovedor estado depresivo, pero también de una débil esperanza; en su sencillez la metáfora del granito de sal encuentra su grandeza retórica: es refracción de luz, frescura, música y transparencia (“en mi cielo, se lucerito / y refresca mi alma herida / como un sonoro arroyito, / arroyito de cristal.”), que solicitan una oportunidad de vivir cabalmente tanto en la alegría como en el sufrimiento, abriendo la posibilidad de entender que la existencia debiera ser mucho más sencilla de lo que se piensa y que hay instantes que pueden quedar aprisionados en la eternidad, como ese momento en que miramos unos ojos, escuchamos una voz o descubrimos el sabor a través de un granito de sal que nos revela que estamos vivos: “Por eso, para mi vida, / y también para mi mal, / vuélvete, novia querida, / como un granito de sal…”.
El texto de Carlos Duarte musicalizado por Pepe Domínguez va más allá de las inquietudes emocionales de su autor e incluso trasciende su propia textualidad. En la Mérida idealizada y gloriosa para quienes vivieron de los privilegios del auge henequenero, aparece un producto cultural que nos dibuja una perspectiva distinta y hasta incómoda, donde descubrimos que quizá no se vivía tan bien como se nos ha hecho creer y que bajo la suntuosidad de las fachadas se transitaba en una soledad profunda y en medio de una tremenda desesperanza. La trova yucateca (en ésta y otras canciones escritas a finales de los años veinte y durante los treinta) era modernidad absoluta.
La lectura de la canción vista obtusamente como una pieza de tema amoroso nos ciega a lo que está detrás y nos impide conmovernos hasta las lágrimas, tal y como ahora me sucede al terminar este texto. No hay salida: estamos condenados a la soledad, a la desesperanza y a la aniquilación (sentimientos típicos de la época que se conoce históricamente como “Período de entreguerras”): para que persista el yo, la otredad debe dejar de ser lo que es y el resultado de ello es la posible anulación de ambos. ¿Qué otra cosa sino esto dicen los versos finales de esta clave maravillosa y desgarradora, cuando solicita al objeto amoroso convertirse (para bien o para mal) en un granito de sal?
Edición: Fernando Sierra