Recorrer siete establecimientos para encontrar las pilas de una lámpara de mano, añade un poco más de desesperación a la desesperación; la cinta engomada viene ya de tan mala calidad, que tuve que comprar tres marcas diferentes para cubrir mis necesidades. Regresando de mi oficina, como a las cinco de la tarde, encuentro abierta la tortillería (que suele cerrar a las tres) y decido comprar medio kilo, por lo que pudiera hacer falta. El despachador me da todo lo que le quedaba (poco más de seiscientos gramos) y me dice que no abrirá sino hasta el lunes.
Un poco de organización y capacidad material para ello, evitaron que yo hiciera compras de pánico, salvo alguna cosa inusual o emergente. El supermercado estaba lleno y algunos anaqueles semivacíos. Había tomado dos barras en la panadería y al cruzar por el pasillo de galletas pensé que no sería mala idea tomar un paquete de galletas de fibra, pensando que tal vez no hubiera en casa.
Los instantes de duda los pagué caro. Un tipo se atravesó, cruzó su brazo gordo y lampiño, y con su reloj Mido por poco me arranca el ojo izquierdo, mientras con un movimiento certero empujó hacia su carrito las siete u ocho cajas de galletas que quedaban. Su carro estaba repleto de carne, leche, pan de caja, carnes frías, verduras congeladas, jugos, licor y paquetes de papel de baño.
El huracán venía en camino, pero el egoísmo y el huracán cotidiano del “sálvese quien pueda” ya estaba soplando en nuestras malas conciencias desde el lunes pasado. (El tipo tenía seguramente repleta su despensa, pero quería más; los huracanes no desamparan a todos ni nos tratan a todos por igual).
Cuando salí, una mujer se acercó a ofrecerme las palanquetas de cacahuate que vendía. Le compré las siete que le quedaban.
Subí a mi carro y se me cayó una lágrima de rabia.
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Edición: Fernando Sierra
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