Opinión
Pablo A. Cicero Alonzo
20/08/2024 | Mérida, Yucatán
Su madre aceptó el estuche de los cubiertos de plata sin hacer preguntas. A caballo regalado, no le mires los dientes. Realmente necesitaba el dinero. No sabía de dónde venían los cubiertos ni de quién eran. Ni le importaba. Cuando preguntas a sus hijos y nietos cómo era ella, no saben cómo comenzar, pero una vez que empiezan, es imposible callarlos.
Era una fuerza de la naturaleza, un volcán; una brisa de mar perdida entre altas cordilleras. No era un ser un humano, era una singularidad. Tal vez ese poder indómito fue el que chocó con la forma de ser de sus cuñadas, que nunca llegaron a considerarla como de su familia. Pero eso a ella no le importaba. Amó a su esposo y eso le bastaba.
No sospechó que los cubiertos de plata habían sido tomados de casa de sus cuñadas. Tal vez lo sospechó, pero prefirió refugiarse en la fantasía. En más de una ocasión, recuerdan sus hijos y nietos, ella les contó la anécdota que, en unos meses de sequía, recién viuda, imploró a Dios, y de repente ”comenzó a llover billetes”.
Y así como recordaba ese diluvio de dinero, quiso pensar que los cubiertos habían sido ”un regalo del cielo”. Sin embargo, pasaron los meses y nadie quiso comprarlos, ni con descuento ni a plazos. No pudo pagar sus deudas con ellos ni se los aceptaron en el Monte de Piedad. Su situación económica, incluso, empeoró.
Solía visitar a una vecina que podía ver cosas que las personas normales no ven; hablaban de los chismes del barrio, por lo general. Pero un día, sin venir a cuento, la vecina le dijo que corría riesgo, que su mala suerte podía continuar: ”Tienes algo que no te pertenece”, le dijo. ”Tienes algo que es de la Iglesia”.
Llamó inmediatamente a su hija, le contó la advertencia y le devolvió el estuche de los cubiertos. Al día siguiente, fue a casa de sus tías, y como si la galaxia se hubiera conjurado, le dijeron que se habían perdido ”los cubiertos del arzobispo”, y que estaban muy angustiadas. Ella no pudo dormir esa noche, ni la siguiente.
Fue a ver a un sacerdote, y le contó que había robado los cubiertos. El confesor la escuchó con atención: él ya conocía su historia y la de su madre. También conocía a sus tías. Los cubiertos ¿no son de tus tías? ¿nadie te vio tomarlos? ¿Hasta ahora se dieron cuenta de que no los tienen?, ametralló.
No, padre. No, padre. Sí, padre. Pues yo te recomendaría no hacer nada. Para mí no tienes pecado —…”una sola palabra para sanar”—.
A ella, sin embargo, no le bastaba esa absolución. Y pidió al sacerdote que le ayudase a devolverlos. Él aceptó, conmovido por esa dulce culpa. Al día siguiente tocó la campana de la nueva casa de las hermanas y les devolvió el paquete de cubiertos. No dio detalles, pero bastó para que brillaran una de las últimas sonrisas que salieron del rostro de las hermanas.
Antes de que muriera la última, el estuche de cubiertos fue donado a una congregación de religiosas que se dedican a atender enfermos. La de mayor edad reconoció las iniciales de las piezas de ese servicio de cubertería, y recordó las historias y rumores sobre la extraña desaparición de ese arzobispo.
No puede explicarlo tampoco, pero igual recordó, al sentir el peso y la textura de la plata, a su padre entre sus brazos, desangrándose por la herida de una bala en el estómago. Entonces, ella aún vivía con sus padres. Era ya noche cuando entró su padre, cayéndose, y le susurró quién le había disparado; la delación salió a borbotones. Ella nunca lo supo, pero el asesino fue quien cambió su crimen con la plata que acababan de recibir.
Los cubiertos siguen ahí, en el convento, sin que nadie quiera comprarlos ni usarlos. Finas telarañas, igual de plata, ayudan al olvido, encapsulando su origen.
Lea, del mismo especial:
Edición: Fernando Sierra