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Penélope en Progreso

La historia de 'Milton' también trata de Miriam Josefina y de otras mujeres que aún esperan
Foto: Isabela Cicero Sánchez

Ya amainó: el mar dejó de convulsionar, de forma súbita. Después de ese arranque de ira, ahora pide disculpas, con las suaves caricias de las olas; la resaca de un arrebato, violento; el arrepentimiento de un arranque. 

En algunas playas, como la de Sisal, regala caracoles, que son cosechados por niños: se los pegan a las orejas y se llevan la dulce canción de la marejada a casa. En otras caletas deposita con cariño cadáveres en brazos de mujeres, madres y viudas.

Ellas, las que esperaron y aún esperan. Las que narran esta historia con la elocuencia de las palabras que nunca se dirán. Con ese silencio escucha Miriam Josefina Sánchez González a su hijo, José Manuel, contar cómo desafió la tormenta para salvar a sus compañeros

Ya conocemos el resultado de ese arrojo, narrado con la épica que hipnotiza y aliena. Lo que ignoramos es el discreto y sutil heroísmo de mujeres como Miriam Josefina. 

Sentada afuera de la casa familiar, en la colonia Revolución, de Progreso, la mujer aún mastica lo que acaba de suceder. Recuerda que antes de que cerraran los puertos, el domingo 6 de octubre, pasó lista, en ese mismo lugar, a los hombres de su familia. 

Llegó su hijo, José Manuel. Llegó su nieto, Enrique Alejandro (Medina Peraza). Llegó el esposo de su nieta, Ángel Daniel (Cruz Horta), Pony. Ya con todos en el refugio de tierra firme, la mujer continuó con el gobierno de su hogar… Hasta que una llamada despertó a su hijo en la madrugada. Es casi seguro que ella ya presentía lo que sucedería a continuación; así de previsibles somos los hombres. 

José Manuel relata que en la llamada su hijo le informó que cuatro de sus amigos se habían enzarzado en una pelea estéril contra el huracán. Ambos fueron al puerto, a pescar noticias frescas. Pero fue la angustia de las madres y esposas la que movió los resortes del capitán. Y así lo reconoce. 

Tal vez vio en ellas a la madre de sus hijos. Tal vez vio a su propia madre, y por eso no pudo quedarse en la seguridad del puerto mientras esas mujeres sufrían. Como apenas unas horas antes los recibió, Miriam Josefina se despidió de los hombres de su familia: Se fue su hijo, José Manuel. Se fue su nieto, Enrique Alejandro. Se fue el esposo de su nieta, Ángel Daniel, Pony.

Nosotros ya conocemos el final de la historia, pero en ese momento —la mañana del lunes 7— Miriam Josefina, no. Ni ninguna de las mujeres de su familia. Todas ellas se quedaron con el alma amarrada para que no se la llevara el violento viento. 

En tanto, los marineros luchaban, soñando con una muerte hermosa. Decía Lawrence Sterne que la temeridad cambia de nombre cuando obtiene éxito: entonces se llama heroísmo. 

Eso fue lo que pasó. Pero mientras los hombres hacían lo suyo, en su casa arreciaba otro huracán, aún más demoledor que ese tal Milton. Una tormenta que hacía tambalear sueños, que derribaba futuros. Relámpagos que revelaban muertes que nunca sucedieron, truenos que rompían los tímpanos del corazón. 

Todas las historias ya las escribió Homero. Las nuestras, son sólo variantes. Y en el puerto una legión de Penélopes teje y desteje la imaginación, que proyecta sus vidas sin ellos; ocasos y amaneceres de soledad. Y esas mujeres lo hacen, como acostumbran, en silencio: saben que son la roca a la que se aferran los demás. 

Ellas no pueden dudar, se han prohibido llorar. ¿Volverá papá?, le pregunta a Miriam Josefina uno de sus nietos. Ella le da un beso y le acaricia el cabello; lo abraza y lo arrulla, para que el niño no vea la duda que cruza por su mirada. Ella se hace fuerte en la oración, desgastando las cuentas de un rosario. 

Los diostesalvemaría espantan a los pajarracos de los malos pensamientos, conjuran  las imágenes de naufragios; le reconforta pensar que un poder superior auxiliará a esos hombres de mar. Son casi veintitantas horas sin noticias de su hijo y de sus nietos. 

El martes 8, en la tarde, una publicación de feis se convierte en una prueba de vida: cuatro fotografías del barco extraviado, remolcado por un terco cabo; se deduce ahí el éxito de la misión. Cientos de personas se arremolinan en el puerto de Yucalpetén, para recibir a esos hijos pródigos

Y ahí, ya en la noche, ve que llega de nuevo su hijo, José Manuel. Llega su nieto, Enrique Alejandro, y llega el esposo de su nieta, Ángel Daniel, Pony. Los héroes tienen en la boca el mismo sabor de victoria que tuvo Ulises, después de tontear diez años por el Mediterráneo. Haciendo eso de enfrentarse a cíclopes, lestrigones y al colérico Poseidón. Las Penélopes de Progreso no les reprochan sus ausencias ni su temeridad; están felices por su retorno. Me regreso el alma al cuerpo, confiesa la matriarca Miriam.

La vida vuelve a la normalidad en Progreso. Ellos regresan a la mar y ellas se ocupan de lo importante; saben que las mareas siempre los regresarán a casa, donde los espera el futuro. Pero no a todos: Los cuatro tripulantes que fueron salvados en esta historia han sido los únicos con esa suerte. Milton fue un hacedor de viudas y huérfanos. 

En los últimos años, poco a poco se ha ido cambiando el paradigma que, parece, igual intoxica esta historia: cada vez son más mujeres las que se han integrado a la flota pesquera de Yucatán. No sucedió en esta ocasión, pero tal vez en el próximo azote de un huracán haya hombres esperando en el muelle, con el alma sostenida en hilos.


Edición: Fernando Sierra


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