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del

Dos mil veinticuatro

Una mujer presidenta, un Lázaro político y auroras boreales en el Sur, entre otros episodios para rememorar
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán

Por Pablo A. Cicero Alonzo

”He visto cosas que ustedes nunca hubieran podido imaginar. Naves de combate en llamas en el hombro de Orión. He visto relámpagos resplandeciendo en la oscuridad cerca de la entrada de Tannhäuser…”. Como el triste monólogo del replicante (*), este año araña su final, y ”todos sus momentos se perderán en el tiempo, igual que lágrimas en la lluvia”. 

Dos mil veinticuatro ha visto un cambio de gobierno. Una mujer, la primera, sacudió el polvo de los prejuicios, y se enfrenta a un reto diario —ante todos y ante ella. Aquí, en Yucatán, un candidato dilapidó su capital político, confiado en la marea de la inercia. El otro, en contraste, murió y resucitó de entre los muertos; un Lázaro convencido de que la tercera era la vencida. 

Un ejército de camaleones, una legión tornasol derribando a su paso ideologías y lealtades. El machete del pragmatismo resultó tener más filo que cualquier filia, y de esa inaudita amalgama surgió un gobierno que aún no termina de coagular. Tres tigres en Trieste, buscando pescar astilleros; un duelo en Palacio, al atardecer.

Una alcaldesa que no se está quieta, una ciudad que se expande, un clima que enloquece; una promesa que no se cumple, un adiós que no se anuncia, una espera que enloquece. Un paisaje que se decolora y pasa de azul a guinda; una división cromática, una clasificación absurda, de la que sólo son inmunes los daltónicos. 

En este año igual recalaron al Sur auroras boreales, atrayendo a desvelados que intentaron atraparlas con sus cámaras fotográficas o en frascos vidrios, como si fueran insectos brillantes, salamandras fluorescentes. También araron el cielo cometas nómadas que no volverán a ser vistos por ojos humanos en miles de años.

Dos mil veinticuatro atestiguó, incluso, un duelo entre dioses, que luchaban por arrebatarle al otro su franja de mar. Esa batalla se dio, primero, entre tormentas que ni les lograban despeinar el fleco; huracanes tan débiles que parecían inventados. Hasta que llegó Milton, y exhibió a los héroes y cobardes de la historia.

Un marinero escaló esa cordillera líquida para rescatar a sus compañeros, ya en la antesala de una muerte oscura y fría. Se llama José Manuel Medina Sánchez, y logró posponer el último acto de sus amigos. Regresó al puerto, y fue ovacionado: ”¡Que quiten la estatua de Poseidón y que pongan una de él!”.

De nuevo, el olor de los pibes, que abraza y reconforta, y el alboroto de los remates de Xmatkuil, mientras la mujer lagarto empacaba, prometiendo regresar el próximo noviembre. Dos mil veinticuatro no sólo ha sido testigo de prodigios inéditos; también de manías de los años. 

Un anciano perdido, saludando a su sombra; una bala que muerde el cartílago y despierta a los indecisos. Una mujer contrarreloj, un aguacero de mentiras: inmigrantes que se comen perros y gatos y rugidos de aerogeneradores que provocan cáncer. 

El año contuvo el aliento durante las elecciones de Estados Unidos. Y lo sigue conteniendo ante el muro de incertidumbre que se está construyendo con ladrillos de insultos y amenazas. El recuento del próximo dos mil veinticinco será igual de intenso y vertiginoso, sin duda alguna. 

(*) Últimas líneas pronunciadas por el personaje Roy Batty (interpretado por Rutger Hauer) en la película Blade Runner (1982), de Ridley Scott.


Edición: Fernando Sierra


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