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Milei: las formas fraudulentas del liberalismo

No hay que confundir la libertad con el individualismo
Foto: Reuters

Las formas hegemónicas del poder siempre nos han hecho creer que nuestra manera de vivir y nuestros sistemas de pensamiento son eternos y, por tanto, naturales; esta creencia se liga, a su vez, con la idea de la inmutabilidad del mundo. Desde esa perspectiva, los sistemas de valores tampoco parecen haber sufrido transformaciones y su estructura aparenta ser definitiva.

Pero la Historia nos demuestra lo contrario, pues las formas de vida se corresponden con perspectivas de lo real, de tal manera que las transformaciones en nuestras maneras de estructurar nuestra existencia son relativamente congruentes con nuestra forma de pensar y nuestros horizontes axiológicos.

Si atendemos a la Historia, veremos entonces que el pensamiento liberal es un producto relativamente reciente de nuestra cultura, pues su surgimiento cabal puede rastrearse aproximadamente hacia el año 1675, en los textos de filosofía política de John Locke, quien suscribía la idea del contractualismo social como estrategia para controlar la desobediencia de quienes atentaban contra el denominado “estado de naturaleza”. Así, todo contrato social (noción emanada de la modernidad), tenía, para Locke, la cualidad de revocable y se instrumentaba con el propósito de proteger no sólo la vida humana, sino también la propiedad y la libertad, valores ambos de una burguesía ya plenamente encaminada hacia la toma del poder, circunstancia que tiene su momento culminante con el asalto a la Bastilla, en 1789.

El hecho de que el proyecto burgués haya logrado conquistar la hegemonía supuso que el valor de la libertad se haya constituido en el eje de nuestra manera de mirar el mundo, pero es claro que esto no ha sido siempre así ni tendría por qué serlo en el tiempo venidero; como quiera, el hecho de que la libertad llegue a ser algún día un valor relativamente secundario, no significa que termine relegado o abolido de nuestra manera de ver el mundo. El problema, quizá, no está en la propia libertad, sino en otro valor con el que no ha logrado tener una coexistencia armónica: el del individualismo; la mezcolanza entre individualismo y libertad tiene muchas aristas y es consistentemente problemática.

En este terreno ha resurgido en los últimos años un movimiento extraño que tiene sus antecedentes más próximos en los años sesenta del siglo pasado, pero que hunde sus raíces en el liberalismo clásico de Adam Smith, aunque con planteamientos más radicales en los que incluso se propone la desaparición del Estado y la integración al sistema de mercado de todos los órdenes de la existencia humana como son la educación, la seguridad pública y la justicia.

El libertarismo se asume explícitamente como una forma anárquica del capitalismo y ello implica dejar todo a los vaivenes y caprichos del mercado, lo que supone una ruptura al menos parcial con los postulados del liberalismo clásico de Adam Smith y David Ricardo y una aproximación (quizá no del todo consciente) a las ideas de Proudhon, quien, curiosamente, consideraba que, en última instancia, la propiedad privada es, técnicamente hablando, un robo.

En este galimatías, el pensamiento libertario propone que la mejor manera de conquistar el desarrollo de los individuos y de propiciar un máximo posible de justicia se centra, por un lado, en la defensa a ultranza de algunos principios básicos (como, por ejemplo, la rentabilidad, el utilitarismo ético, el antiigualitarismo y la eficiencia) y en dejar libre el orden social a la espontaneidad de sus propias reacciones.

A vuelo de pájaro, podemos ver que la utopía es tétrica, sobre todo porque las “leyes del mercado” no son ciegas ni “el mercado” es una cancha con piso parejo pues en él las reglas del juego siempre favorecen a los que tienen ventaja. 
Lo que sucedió el sábado pasado en Argentina, donde el presidente invitó a la población a invertir en un fondo que permitiría capitalizar a muchas empresas de ese país, en una jugada bursátil que resultó fraudulenta, exhibe las trampas y boquetes del pensamiento libertario, lo que quizá es síntoma de que la libertad, como valor central de nuestras vidas, empieza a perder fuerza aunque no parece que pronto será sustituida por otro valor. 

“Viva la libertad carajo” (sic). 

Sí la libertad de morirse de hambre, la libertad de arriesgar la plata y perderla, la libertad de estafar al pueblo. Los libertarios, en el fondo, son mucho menos respetuosos de las libertades humanas que aquellos que se afilian a otras utopías.

Milei se acusa sin pudor alguno: “La gente fue a un casino y perdió…”

¡Qué poca madre…!

Lea, del mismo autor: Tekit: Violencia en Yucatán

Edición: Fernando Sierra


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