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La coincidencia, si es tal, resulta de lo más llamativa: Con 12 años de pontificado recién cumplidos, y tras una muy breve aparición, luego de permanecer hospitalizado durante 38 días, por una neumonía bilateral, complicada por una infección, el papa Francisco murió, apenas unas horas después de haber impartido la bendición Urbi et Orbi (“a la ciudad y al mundo”). Su deceso ocurrió también en un año declarado como jubilar, en un ciclo al cual el líder de la Iglesia Católica le imprimía su propio sello: acercar la Iglesia a las personas más marginadas.

En varios sentidos, Francisco ha sido el primero en una institución milenaria que para muchos se encuentra debilitada, pero no por ello ha disminuido su importancia en la formación de conciencias. Aparte de haber tomado el nombre del santo más identificado con la pobreza, ha sido primer papa no europeo desde el siglo octavo; el primero también proveniente del Nuevo Mundo, el primer jesuita en ocupar la cátedra de San Pedro, y también el primero al que se le ha adjudicado ser “de izquierda”.

Aquel 13 de marzo de 2013, el cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio se convertía en un símbolo, dentro de una institución que precisamente maneja este nivel del lenguaje casi a la perfección. Identificándose como el hombre al que sus colegas fueron “a buscar al fin del mundo” rompió con mucha de la parafernalia y el boato heredados. Optó por habitar en la residencia de Santa Marta, por pedir a la multitud congregada en la Plaza de San Pedro que rezara por él, hizo a un lado los oropeles, muy en especial los lujosos zapatos rojos de marca Prada que identificaron a su antecesor, Benedicto XVI.

Hijo de inmigrantes italianos, Francisco desafió a Europa a mirar precisamente a la multitud de familias heridas, debilitadas, y esperanzadas, que hacinadas a bordo de endebles embarcaciones cruzan el Mediterráneo huyendo de la guerra y la persecución, pero encuentran rejas y persecución en el Viejo Continente. 

También, rápidamente, enseñó que su pontificado iba a distinguirse por ir en busca de quienes históricamente han sido marginados y perseguidos, incluso por la propia Iglesia. “Si alguien es gay y busca voluntariamente al Señor, ¿quién soy yo para juzgarlo?”, cuestionó con apenas tres meses en el Vaticano. Posteriormente, autorizaría que la bendición para las parejas homosexuales, que aunque no la equipara al matrimonio, sí es un reconocimiento a su dignidad como personas; un cambio que desagradó a los sectores más conservadores de la jerarquía eclesiástica.

Sabedor de que su tiempo era distinto y que también su carisma era otro, no pretendió emular a Juan Pablo II ni en la cantidad de viajes ni en sus destinos. Su programa fue abrir las puertas de la Iglesia, pero a la vez llamando al clero y a los católicos a salir “de su propia zona de confort y tengan el valor de llegar a todos aquellos que, en la periferia, necesitan la luz del Evangelio”, indicó en Evangelii Gaudium. Y él mismo fue por ellos a Ecuador, Bolivia y Paraguay, para pedir perdón a los pueblos indígenas; a la isla de Lesbos, para visitar el campo de refugiados de Moria, de donde rescató a tres familias, y a Malta, también para solidarizarse con migrantes que intentan llegar a Europa; a Bangladesh y Myanmar, con ánimo de apaciguar la persecución a la minoría musulmana de los Rohingya, y recientemente fue blanco de la cólera de Donald Trump, tras condenar su política de deportaciones masivas.

El tema de los abusos sexuales cometidos por sacerdotes contra menores de edad fue también de importancia para Francisco. Podrá reprochársele la falta de eficacia, pero en 2019 organizó una cumbre con cerca de 200 participantes de todos los continentes, marcando que en adelante se escuchará a las víctimas, y estableció un procedimiento, del cual son responsables los obispos, para la investigación y denuncia de tan hirientes faltas; aparte de abolir el “secreto pontificio” para cubrir los procesos por pederastia.

Quien suceda a Francisco al frente de la Iglesia Católica heredará un gran pendiente con el tema de los abusos sexuales cometidos por curas y cubiertos por sus superiores, pero también el del papel de la mujer dentro de la Iglesia. El argentino nombró a dos mujeres, Simona Brambilla y Sor Raffaella Petrini, como directora del dicasterio responsable de la vida religiosa y jefa de la Gobernación del Estado de la Ciudad del Vaticano, cargos antes reservados para cardenales. Un avance, tímido, pero avance al fin. Las resistencias siguen siendo fuertes, pero si algo demostró Francisco es que la rigidez institucional puede vencerse.

Un nuevo papa deberá surgir antes de la fiesta de Pentecostés, de un cónclave que será el de mayor presencia de países periféricos, y probablemente saldrá de la lista de cardenales nombrados por Francisco, y tal vez sea otro personaje proveniente de los márgenes del mundo. El espíritu de la Pascua dirá.
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Edición: Estefanía Cardeña


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