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Foto: Gerardo Jaso

Hace muchos años que José Mujica dejó de ser sólo carne y huesos para convertirse en un símbolo, sujeto a todas las contradicciones y los abusos que las personas y las instituciones hacen de ellos. Para unos, el presidente de Uruguay entre 2010 y 2015 encarna la reivindicación póstuma de los grupos guerrilleros que hace seis décadas se creyeron capaces de cambiar el mundo con un fusil al hombro, unos ideales elevados y dosis pasmosas de voluntarismo juvenil. Para otros, en cambio, su trayectoria demuestra que el único marco aceptable para la acción política es la democracia procedimental diseñada por teóricos conservadores no para realizar la soberanía popular, sino para contenerla.

Acaso para la mayoría, Mujica no es ni el guerrillero que pasó 14 años preso en las mazmorras de una dictadura militar auspiciada por Washington, ni el dirigente partidista, senador, ministro y presidente moderado que gobernó como líder de un bien denominado Frente Amplio, en el que viejos luchadores como él trabajaban hombro con hombro junto a tecnócratas de los que toman con pinzas la palabra pueblo. Para esta mayoría, Pepe es ejemplo antes que gobernante, forjador de frases precisas antes que jefe de Estado.

Su incuestionable sobriedad en el vivir (término que prefirió ante la distorsión del término austeridad con el que se significó en Europa el sacrificio de los más necesitados en el altar del equilibrio fiscal), su sencillez personal, su calidez, su serenidad que no renunciaba a la franqueza e incluso su muy uruguayo apego al campo, calaron en jóvenes que quizá poco o nada sabían de las banderas revolucionarias del socialismo del siglo XX, pero compartían el hartazgo transgeneracional hacia las clases políticas que ejercen el poder como un medio de enriquecimiento personal y comprenden muy bien la urgencia de renunciar a estilos de vida que conducen a la extinción. Su crítica al consumismo y sus alertas sobre la insostenibilidad del modelo económico vigente resonaron con mayor fuerza en su voz que en cualquier otra porque no eran los llamados huecos de los mandatarios neoliberales y los multimillonarios que llegan y se van de las cumbres climáticas en sus jets privados.

Uruguay, como Argentina, Brasil, Chile o España, tuvo una transición pacífica de una dictadura sanguinaria a una democracia levantada en los fangosos cimientos de la impunidad para los represores. A diferencia de su vecino rioplatense, donde el kirchnerismo abrió el camino a la justicia y logró el enjuiciamiento de los gobernantes dictatoriales, en Uruguay se decidió dejar intocados a los criminales, pero de una manera muy distinta a lo que ocurrió en los otros países mencionados: en vez de pactos en las catacumbas del poder o de referendos efectuados en momentos de trauma y nunca repetidos en la normalidad, la República Oriental ha acudido de forma recurrente a las urnas para ratificar su voluntad de pasar la página al periodo oscuro de los militares y la Operación Cóndor. Quizá esta paradójica actitud de otorgar democráticamente el perdón a quienes pisotearon la democracia pueda leerse como una proyección nacional de las convicciones personales de Mujica: la intuición de que para construir una sociedad se necesita a todos sus integrantes, incluso a quienes han sido enemigos y verdugos. Esta actitud, impresionante en una víctima directa de la dictadura, podría ser uno de los legados más importantes de Pepe: una tolerancia inexpugnable, una renuncia al odio y al sectarismo como modalidades políticas. En sus palabras: "no puedo cultivar el odio; hay que respetar, sobre todo cuando más duele".

Guerrillero, parlamentario, estadista, activista ambiental, hombre de vida sencilla o en la faceta que se le quiera recordar, José Mujica ha sido un referente ineludible para todos los movimientos de izquierda, y su impronta no hará sino acrecentarse conforme su mensaje se vuelve una hoja de ruta en los convulsos tiempos que afrontamos.
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Edición: Estefanía Cardeña


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