Opinión
La Jornada Maya
08/06/2025 | Mérida, Yucatán
Yassir Rodríguez Martínez
Una de las preocupaciones y “certezas” que compartimos como humanidad es la de que nuestro mundo “ya no puede más”; como diría el sociológo Ulrich Beck (1986) vivimos un momento histórico: el ser humano ha tomado conciencia de que si vivimos un riesgo global, es porque nosotros mismos lo hemos creado, es un riesgo manufacturado. Revertir la situación se antoja complicado y existen pocas propuestas que apunten hacia esta dirección, no así con otras que apuntan a conservar lo que todavía podemos “rescatar”.
Hemos escuchado hablar de múltiples acciones encaminadas a la conservación: Áreas Naturales Protegidas (ANPs), Programas de Educación Ambiental, Pago por Servicios Ambientales, Mercados de Carbón, Ecoturismo y demás. Conocemos también instituciones de muy diversa índole y escala dedicadas a la conservación del medio ambiente y/o la naturaleza. Lo que pocas veces reflexionamos en torno a estas iniciativas e instituciones de muy diversa índole, es que reflejan y expresan formas en las que la conservación se asocia con ciertos actores sociales y formas “únicas” o “deseables” de proceder. Es decir, solemos pensar en la conservación como algo ajeno a las inequidades y las relaciones de poder (McAfee, 1999).
La conservación de la naturaleza ha estado asociada principalmente al Estado, los capitales privados y la academia, o una suerte de articulación entre estos tres. Si pensamos en las ANPs, -una de las acciones más socorridas en términos de conservación- es claro que la balanza en la toma de decisiones ha estado más del lado del Estado, encargado de gestionar el territorio y fragmentarlo -con la zonificación- para así ordenar los procesos de conservación de recursos genéticos, el desarrollo de economías -ecoturismo por ejemplo-, y la producción/divulgación de conocimiento.
Esta perspectiva se ha articulado muy bien a la lógica neoliberal, de tal forma que hoy creemos que atender la crisis no es posible si no es en términos capitalistas, es decir, si no le atribuimos un valor comercial a la naturaleza. Esto no ha sido gratuito, se ha promovido desde los actores privados, tal es el caso de las declaraciones de Jordan Schwartz, vicepresidente ejecuitvo del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), durante la pasada COP16: “proteger la naturaleza es uno de los desafíos de desarrollo más críticos de nuestra era, ahora que la crisis climática y la pérdida de biodiversidad están entrelazadas…el sector privado tiene que ser una parte de la discusión”.
Lo que ha estado ausente en estos procesos es la presencia de las poblaciones originarias, si acaso nombrados, pero muchas veces como peligro o estorbo para los procesos de conservación, ignorando abiertamente su presencia histórica en los territorios de alta biodiversidad. Las poblaciones originarias pueden mostrar nuevos -quizás habría que decir “viejos”- caminos para hacer frente a la crisis ambiental; éstas se han relacionado de mejor forma con la naturaleza, desde el cuidado de la vida humana y no humana; su valoración de la naturaleza no se reduce a lo monetario, sino que transita por los derechos al territorio, los derechos de la naturaleza, la sacralidad de ésta, la justicia ambiental y la dignidad en el vivir y habitar el mundo.
Es en este contexto es que la gobernanza cobra plena vigencia. Atender la crisis ambiental debe partir de un pleno reconocimiento de los saberes indígenas y la posibilidad de que los pueblos originarios participen directamente en la toma de decisiones sobre las formas de conservación, así como en la gestión de sus territorios.
Se deben fortalecer nuevos procesos de gobernanza donde los que se “sienten a la mesa” no sean solamente el Estado, los capitales privados y la academia, sino también las poblaciones originarias; donde la responsabilidad sea compartida, donde, desde los distintos saberes que existen se generen diálogos y prácticas que no busquen solamente la capitalización de la naturaleza, sino su verdadero cuidado y de la vida en general. Nuevos procesos en los que exista una transparencia en torno a las metas, objetivos y beneficios -no solamente económicos- para las distintas partes involucradas, una transparencia que permita velar por procesos democráticos, eficientes y equitativos. Ojalá el Estado, los capitales privados y la academia pudiesen acompañar este camino ya iniciado por las poblaciones originarias.
Edición: Fernando Sierra