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Buena parte de la discusión pública sobre los problemas de inseguridad en México se sigue centrando en los indicadores de violencia (generalmente homicida). De ahí que las políticas públicas de seguridad se enfoquen en los territorios que concentran la mayor cantidad de asesinatos o delitos de alto impacto. A partir de estos criterios, en 2016 el gobierno de Peña Nieto publicó un listado de 50 municipios prioritarios para las intervenciones de las fuerzas federales. En 2021 la administración de López Obrador actualizó esa lista; hubo cambios, pero la lógica era la misma. 

En la Estrategia de Seguridad de los Primeros 100 Días de la Presidenta Claudia Sheinbaum Pardo se plantearon tres objetivos para alcanzar la “pacificación del país”. El primero, reducir la incidencia de homicidios dolosos y delitos de alto impacto. El segundo, neutralizar generadores de violencia y redes criminales en “zonas con alta incidencia delictiva”. El tercero, mejorar la percepción ciudadana. Derivado de un diagnóstico, seleccionaron 10 municipios en 5 estados de atención prioritaria: Guanajuato, Baja California, Chihuahua, Guerrero y Jalisco. 

No es incorrecto emplear el indicador de la violencia más visible o considerar también las cifras de desapariciones u otros delitos graves. El problema es que el fenómeno criminal es más complejo, pues los grupos delincuenciales pueden tener mayor presencia, penetración social y cooptación de autoridades en territorios con baja incidencia delictiva. Por eso es pertinente incorporar en los diagnósticos y emplear en la formulación de políticas públicas el concepto de gobernanza criminal. 

Este término busca explicar las relaciones de complicidad, cooptación o sometimiento de las autoridades gubernamentales y los grupos criminales. Así como de éstos y de la sociedad a la que pueden violentar y extraer rentas, pero también proveer servicios y convertir incluso en capital político. El crimen organizado no solamente persigue objetivos económicos, sino también sociales y políticos. Cada vez hay más evidencia de cómo los grupos criminales gestionan el orden social y político mediante el uso selectivo y estratégico de las violencias. 

La gobernanza criminal configura distintos regímenes en función de las prácticas políticas-electorales, los acuerdos de seguridad y el control social en los territorios. Pueden identificarse varios esquemas, desde la anarquía criminal y ausencia del Estado hasta escenarios de gobernanza colaborativa de franca colusión entre el crimen organizado y las autoridades. Al respecto, la literatura especializada es cada vez más amplia y se ha avanzado notoriamente en su desarrollo teórico-conceptual. 

Mas allá de la mera clasificación de un territorio como cierto modelo de gobernanza criminal, la evidencia recabada en diversos estudios de caso e investigaciones comparadas permite extraer algunas lecciones para mejorar las políticas de seguridad. Por ejemplo, en regímenes de desorden criminal se recomiendan intervenciones policiales a partir de la identificación de puntos calientes. En situaciones de gobernanza dividida se sugiere priorizar las labores de investigación ministerial. En casos de gobernanza criminal colaborativa realizar investigaciones sobre corrupción en los más altos niveles de la política local. Para probar la efectividad de estas medidas, es necesario evaluar las políticas con mayor rigor. Sin embargo, entender las condiciones de gobernanza criminal antes de intervenir un territorio puede generar mejores resultados en el largo plazo. 

En suma, la violencia es solamente un componente -ciertamente el más visible- de un esquema de gobernanza criminal. Las cifras de homicidio representan una fotografía del problema público, una mirada parcial. Una descripción del régimen de gobernanza criminal permite ver la película completa. La disminución de la incidencia delictiva es una condición necesaria, pero no suficiente para la pacificación del país. En última instancia se requiere desmantelar los regímenes de gobernanza criminal e instaurar otros esquemas de gobernanza local. 

Gerardo Bonilla Alguera es profesor investigador, Instituto Mora. Doctor en Políticas Públicas por el CIDE.

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Edición: Fernando Sierra


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