Opinión
Rafael Robles de Benito
02/09/2025 | Mérida, Yucatán
El reciente anuncio hecho por la presidenta Sheinbaum, acerca del
acuerdo para la creación del Corredor Biocultural de la Selva Maya, suscrito con los gobiernos de Guatemala y Belice, hace eco de lo que ha sido una aspiración de décadas entre las organizaciones conservacionistas del trópico americano: el ordenamiento del desarrollo del segundo de los macizos de bosques tropicales más grandes del continente, superado únicamente por la región amazónica. Creo poder afirmar sin equivocarme que en este proyecto se nota la mano de la secretaria Bárcena, que desde luego comparte esa aspiración. La idea implica reconocer la necesidad de impulsar el desarrollo de las comunidades que habitan esta vasta región, a la vez que se garantiza la permanencia de los ecosistemas que la constituyen, con toda su biodiversidad, y los servicios ambientales que aporta, incluida su capacidad como sumidero de carbono. La intención detrás de este acuerdo, que puede llegar a ser muy importante, es digna de aplauso.
No deben perderse de vista las implicaciones que acompañan a una propuesta de corredor biocultural: se trata, sí, de respaldar el desarrollo de los residentes locales, originarios o no; pero este desarrollo tiene que estar concebido a partir de la sustentabilidad ambiental, y basado en la consulta a las comunidades indígenas que habitan el territorio en cuestión, en los términos establecidos en el convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, de modo que se pueda garantizar el consentimiento previo, libre e informado de estos grupos sociales. Previo, porque el consentimiento formal de las comunidades que habitan el territorio materia de la propuesta, debe ser emitido antes de que inicie la ejecución de los proyectos que la constituyen; libre, porque debe resultar verificable el hecho de que el consentimiento emitido, si lo hay, fue formulado en plena libertad, sin mediar presiones de los gobiernos participantes; e informado, porque las comunidades deben conocer a profundidad y con lujo de detalles cada proyecto que se emprenda bajo el palio del acuerdo, así como sus consecuencias y probables impactos, antes de manifestarse a favor o en contra de su realización. Sabemos, a la luz de lo acontecido con proyectos de la envergadura del Tren Maya, que los gobiernos no siempre se muestran dispuestos a garantizar el cumplimiento del convenio 169.
Hay quienes consideran que la propuesta ha nacido un tanto tullida, y alegan que carece de un diagnóstico serio de los procesos socio-ambiental, no crea una institucionalidad expresa para el manejo y conservación del corredor, no presenta lineamientos para el manejo del corredor, la destrucción de la selva avanza a Guatemala con la ampliación del tren militar, no ha sido asignado un presupuesto para financiar la ejecución de la iniciativa, no se está creando ningún área protegida nueva, y no se plantea proceso alguno de participación/consulta a las comunidades indígenas. Me parece que la mayoría de estas objeciones resulta como si nos quejáramos de que un recién nacido no trae en sus manos un título doctoral, no habla, y carece de dientes. Ya crecerá.
Hay dos objeciones que, a mi juicio, sí pueden resultar pertinentes: La primera tiene que ver con el énfasis puesto en la importancia del tren maya. Pensar que la conectividad queda garantizada con el impulso a las obras ferroviarias no es consubstancial al concepto de corredor biocultural, que más bien respalda la concepción de que la conectividad se construye garantizando la integralidad de los ecosistemas que lo componen, evitando su fragmentación y garantizando un flujo eficaz de material genético entre las poblaciones de especies que los habitan. Eso sin insistir en la ya muy comentada indiferencia que se ha tenido durante la construcción del tren ante los impactos que ha generado en el medio ambiente.
La segunda objeción que merece ser tenida en cuenta es la ausencia de alguna propuesta presupuestaria. Podría decirse, con razón, que es todavía muy pronto como para hablar de los costos que puede generar una propuesta de esta envergadura. Pero a la luz de la tendencia que se ha observado durante algunas décadas, de ir reduciendo los recursos destinados a atender una política ambiental eficaz, cuesta trabajo creer de buenas a primeras que existe la voluntad política apropiada para asignar la financiación suficiente a un vasto proyecto de desarrollo que se basa precisamente en la construcción de un paisaje ambientalmente sustentable. La conservación cuesta dinero, la restauración aún más, y también resultará costosa la implementación de asistencias para el desarrollo que respondan a un modelo distinto del corriente, más adecuado a las exigencias del entorno.
Como quiera que sea, el establecimiento de un corredor biocultural para la gran selva maya (que por cierto podría hacerse extensivo a otros países, como Honduras y El Salvador) puede ser la iniciativa más relevante que se emprende en la región en favor de la conservación y el uso sustentable de sus ecosistemas, las especies y los pueblos que los habitan. No es de extrañar que convoque al aplauso de muy diversos actores sociales. De hecho, si me apuran, diría que la SEMARNAT que encabeza la Doctora Alicia Bárcena ha dado al país y al mundo varias nuevas que invitan al optimismo, suficientes como para que el estado mexicano alimente a su política ambiental con los recursos apropiados para convertirla en un pilar robusto de sus acciones.
Edición: Fernando Sierra