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Una vez más, impacto ambiental

La evaluación ha terminado por convertirse en un simple trámite
Foto: Juan Manuel Valdivia

En otra medida acertada, la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales decidió revocar la autorización otorgada a los promotores de la construcción de un muelle de cruceros, en la isla de Cozumel. Dejemos de lado por esta vez la discusión acerca de si el modelo de turismo de cruceros es el que necesita promoverse en el Caribe mexicano. Parece ser que hay a quienes les gusta, les parece sustentable y, sobre todo, les resulta rentable. Allá ellos. Lo que ahora me resulta interesante es analizar las implicaciones de la revocación del permiso, que creo que nos deberían llevar a considerar, más allá del caso particular, la eficacia de los procedimientos de evaluación del impacto ambiental de obras y acciones que actualmente se llevan a cabo en los términos de la normatividad vigente. A mi juicio, esa eficacia se ha ido erosionando, y es momento de reconsiderar la calidad y el uso de la herramienta.

La evaluación del impacto ambiental ha terminado por convertirse en un simple trámite. Lo que fue originalmente concebido como un instrumento capaz de determinar a priori cómo tendría que llevarse a cabo una acción, o emprender una obra, de manera que su impacto sobre las condiciones y características del ambiente fuesen lo menos lesivas posible, o se pudieran reparar, restaurar o compensar, ha terminado por ser un formato a requisitar para obtener un permiso. Ya no importa la solidez o el rigor de estudio realizado, sino la satisfacción de los requisitos formales, o por lo menos la apariencia que permita simular que se ha cumplido, con o sin la complicidad y connivencia de la autoridad responsable. La revocación de la autorización otorgada al cuarto muelle en Cozumel es una señal alentadora de que en la Semarnat se toma conciencia de este escenario, y se tiene la disposición por mejorarlo.

Los que parecen no entender el propósito de la evaluación del impacto ambiental son los promoventes de obras y acciones, tanto privados como públicos. Los primeros presentan estudios incompletos, superficiales o formulados a partir del acopio de fotostáticas y documentos escaneados; consideran el procedimiento como una incómoda imposición de la autoridad o un capricho de escandalosos ambientalistas, y apuestan por evaluaciones someras, hechas en remotos escritorios, que terminan por arrojar dictámenes favorables con medidas de mitigación, restauración o compensación que no representan mayor gasto o modificación de los proyectos. Los segundos, como se ha visto una y otra vez en tiempos recientes, como en el caso del tren maya, la agencia responsable de las obras se escuda en una dudosa interpretación de la “seguridad nacional” y pretende verse exenta de someterse al procedimiento. En ambos casos, quienes emprenden acciones y obras encaran los procedimientos de impacto ambiental con la visión de forzar al medio ambiente a adaptarse a las características de sus proyectos. Esto no es solamente de una arrogancia desmedida, sino que demuestra una gran ignorancia acerca del funcionamiento de los ecosistemas, ignorancia excusable en quienes diseñan los proyectos u ofrecen financiarlos, pero imperdonable en los consultores contratados para formular manifestaciones de impacto.

La ley es clara en cuanto a que toda obra o acción debe obtener un dictamen favorable en materia de impacto ambiental antes de emprender su ejecución, salvedad hecha de aquellas que se encuentren expresamente exentas. El asunto cobra una verdadera relevancia en el momento en que se considera cuándo deben formularse las manifestaciones de impacto, y qué implicaciones deberían tener para el diseño de los proyectos para los que se pretende obtener un dictamen favorable. El propósito es lograr que un proyecto determinado tenga el menor impacto posible sobre el entorno donde se llevará a cabo, que ese impacto sea temporal, mitigable o que se pueda restaurar la condición ambiental originaria; o cuando menos, que se propongan medidas de compensación suficientes y apropiadas. Esto no se podrá conseguir si se pretende que el proyecto propuesto no deberá sufrir modificación alguna, de manera que se espera que el estudio realizado resulte una justificación de la propuesta tal cual. Así, asumiendo que los estudios se realicen con rigor y honestidad, se espera que resulten convincentes ante la autoridad, para que ésta determine que los impactos que generará el proyecto son inevitables y admisibles; o bien, se llevan a cabo estudios “a modo” que ocultan o minimizan los impactos reales, haciendo que la autoridad emita dictámenes falaces o corruptos.

Los estudios de impacto ambiental se deben realizar a partir de meros anteproyectos, de modo que se evalúen los impactos que puedan ejercer con una perspectiva a favor del entorno; y en función de estas evaluaciones, aportar información sólida a los promoventes para que modifiquen sus proyectos de modo que en efecto sus impactos resulten aceptables y sus programas de ejecución incluyan los costos de mitigación, restauración o compensación. La labor de la autoridad consistirá entonces en determinar que en efecto el proyecto propuesto ejercerá el menor impacto posible en el paisaje donde será llevado a cabo, que los efectos que tenga podrán ser revertidos o mitigados por el mismo promovente, o que la propuesta incluye las medidas de compensación más adecuadas a cada caso.

 Por el contrario, de continuarse formulando los procedimientos de impacto como se acostumbra hacerlo, seguiremos encontrándonos con proyectos que, como en el caso de Cozumel, oculten información relevante; o de plano, como en los proyectos que ejecutan las fuerzas armadas, los impactos sean previstos y anunciados por organismos de la sociedad civil, y sus advertencias caigan en oídos sordos, de modo que el deterioro ambiental, en lugar de ser prevenido y mitigado, se convierta en un reclamo permanente, y su reparación en un costo que pudo ser evitado. Si la autoridad opera con conocimiento de causa y honestidad, como parece ahora estar dispuesta a hacerlo, se requiere entonces una disposición igualmente honesta por parte de los promoventes de acciones y obras, que no convierta cada proyecto en un terreno de confrontación entre quienes aspiran a una relación sustentable entre la sociedad y la naturaleza, y quienes al parecer no ven más allá de la profundidad de sus bolsillos.
Lea, del mismo autor: Patria o Paisaje

Edición: Estefanía Cardeña


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