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—Creo que tengo Daddy issues

Las dos caras del diván
Foto: Juan Manuel Valdivia

—Creo que tengo Daddy issues.
—¿Qué quieres decir con eso? —pido a María que me explique.
—Eso mero: Daddy issues. ¿Es normal tenerlos?​

Recuerdo al escritor Carlos Martín Briceño hacer énfasis en la importancia de evitar los lugares comunes en la literatura: “Hay que huir de ellos”. Han sido tan usados que su significado, si bien entendible, carece de profundidad, de individualidad. No son exclusivos de las letras. Modo de expresarnos, etiquetas fáciles de pegar, estandarizan las experiencias humanas, reduciendo su riqueza a un mero patrón repetitivo que en todos podríamos hallar.

—Explícame —pido de nuevo—. ¿Por qué lo dices?
—Me gusta un hombre trece años mayor que yo. No es normal, ¿no?

Hace unos días, en una clase que ofrecía en el hospital, el capítulo giraba en torno a la normalidad. Punto medio, concepto estadístico, homogeneización patológica, diferenciador entre salud y enfermedad, la validez del concepto de normalidad —para cierto autor francés— tendría lugar siempre y cuando se tenga la capacidad crítica de salir de ella en el momento necesario. Para él, ser normal implica poder ser anormal si las circunstancias lo requieren. Francés, después de todo.

—Es secreto. Somos amantes —ríe María—. Los secretos no son normales. Los amantes menos. ¿O sí son normales?

Sobre qué es normal también se pregunta Marguerite Duras en su magnífica novela El amante: “le pregunto si es normal estar tan tristes como estamos. Dice que es debido a que hemos hecho el amor durante el día, en el momento álgido del calor [...] Digo que se equivoca. Estoy inmersa en una tristeza que ya esperaba y que solo procede de mí. Siempre he sido triste”.

La protagonista de la novela tiene quince años. Su amante, veintisiete. Lo anormal, sin embargo, en aquella Indochina Francesa de 1929 retratada por Duras, no viene tanto de la diferencia de edades, sino de la desigualdad racial y económica. Él es chino; ella francesa y blanca. Él tiene un padre adinerado; ella proviene de una familia en un constante derrumbe. Su padre ha muerto, su madre tiene ataques de locura maníaco depresiva: “Mi madre pasaba cada día por esa tremenda desgana de vivir [...] está claramente loca. De nacimiento. En la sangre. No estaba enferma de su locura, la vivía como la salud”.

—El caso es este: me gusta mucho, es serio y maduro. No está casado. No tiene hijos, no que yo sepa —ríe—. Todo bien, excepto suedad. ¿Cómo le voy a decir eso a mi madre?

El amor es demandante. Exige amar más allá del miedo. Para perdurar, nos pide enfrentar temores, angustias, las dudas más difíciles. Hay quien está dispuesto a hacerlo. Hay quien no. Así cae en cuenta la adolescente de Duras: “Descubro que no tiene energía para amarme en contra de su padre”. La distancia es el remedio —no la física: cada tarde hacen el amor de forma voraz para luchar contra el miedo— sino a través de una separación tácita que implementan por medio del lenguaje: “Desde los primeros días sabemos que un futuro en común no es proyectable, de modo que nunca hablaremos del futuro”. Más no se puede huir de éste permanentemente. El joven amante es incapaz de renunciar al intenso amor que siente, sabe que algo así nunca volverá a repetirse. No obstante, también es consciente de otra cosa: no podrá enfrentar el mandato paterno. La chica toma el futuro en sus manos: “Le dije que no había que arrepentirse de nada, le recordé [...] que no podía decidir mi conducta. [...] me negaba a seguir con él. No aduje razones”.

—Él me insiste: digámosle a todos. Le respondo: dame chance. Necesito tiempo para pensarlo. Un silencio. Necesito pausar mis pensamientos para poder ordenarlos.

Hay un concepto japonés denominado “Ma”. Entre la filosofía, el arte y la estética, hace referencia al espacio que existe entre los elementos, objetos, palabras. El vacío, el silencio, según esta acepción, cobran un significado capital: contextualizan los elementos que rodean. Los dotan de una mayor profundidad.

Como el silencio con el que se encuentra la adolescente cuando, ya en el bote que la llevará a Francia, para siempre lejos de su amante, se encuentra llorando en la noche, cuya oscuridad ha embebido también el mar: ya no está segura de no haberle amado con un amor que no le hubiera pasado inadvertido. El silencio le ha revelado la angustia eterna entre la unión y la soledad.

*Escritor, sicoanalista y siquiatra de adultos y niños


Lea, del mismo autor: —He soñado mucho esta semana

 
Edición: Estefanía Cardeña


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