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Agua

¿Un derecho humano, una ''propiedad de nación'' o una moneda de cambio?
Foto: Enrique Osorno

Reformas legales o no, el tema del agua no puede sino causar controversia: el bien común por excelencia (aparte del aire que respiramos, claro está), en un mundo en el que la distribución de la población es desigual y frecuentemente concentrada en exceso, y donde la disponibilidad de bienes es cualquier cosa menos equitativa, el acceso a agua suficiente y adecuada para el consumo humano, o para las diversas actividades sociales que la requieren, se convierte en el objeto de una rebatinga implacable donde el poder (económico, político o de cualquier otra índole) determina quiénes pueden contar con este recurso, quiénes incluso se sentirán con la capacidad de desperdiciarlo impunemente, quiénes lo deteriorarán hasta que ya no pueda usarse de nuevo y quiénes – los más – lo verán como un bien escaso, una más en su larga y creciente lista de carencias.

Como reza el lugar común más repetido, el agua es “el vital líquido”: su disponibilidad se convierte muy rápidamente en un asunto de vida o muerte (de las personas, el ganado, los cultivos, las ciudades o las industrias) ¿Cómo, entonces, repartirla?, ¿a quién le toca primero?, ¿o a qué actividades se le debe destinar preferentemente? Interrogada acerca del asunto, al calor de las discusiones acerca de la reciente publicación de la ley de aguas, la Dra. Mónica Chávez empezó por decir categórica que “el del agua es un problema muy complejo” y lo es, sin duda; pero ¿tendría que serlo necesariamente? En cierto sentido, el asunto es más bien simple: a cada quien el agua suficiente y adecuada para satisfacer sus necesidades (de consumo, o para la realización de alguna actividad productiva) Pero al tratarse de un bien que tendría que ser de propiedad común, pero tiene una disponibilidad limitada, la cosa se complica cada vez más. Lo primero que sucede, al menos en nuestro país, es que, en tanto que se trata de un recurso natural, se le considera “propiedad de la nación”, y entonces el estado se abroga la facultad de administrarlo, organizando el acceso a él mediante leyes, reglamentos, normas, permisos y concesiones.

Elinor Ostrom, que obtuvo el premio Nobel de economía gracias a sus trabajos alrededor del tema de los bienes en propiedad común, comprobó satisfactoriamente que los gobiernos no suelen ser los mejores administradores de estos recursos. Cuando encima se trata de un organismo en concentrar el poder lo más que se pueda, sus decisiones resultan encontrarse muy lejos de las comunidades y personas a las que afectan. Al parecer, en el nuevo arreglo de administración del agua que nos ha propuesto el ejecutivo, la capacidad de los gobiernos subnacionales (estatales y municipales) en incluso la de los organismos de cuenca, se ve bastante reducida. En el caso de los organismos de cuenca, que fueron en su momento una aproximación racional al manejo nacional del agua, fundamentada en criterios hidrológicos, fisiográficos y político-administrativos, el nuevo arreglo parece determinar que los consejos de cuenca, cuerpos colegiados con participación de diferentes sectores de la sociedad, van diluyendo su razón de ser: las decisiones se mantienen en las exclusivas manos del gobierno central, a través de la Comisión Nacional del Agua. La centralización de las decisiones, cada vez más alejadas a los usuarios del recurso, no es la mejor opción para la administración de un recurso cuyo acceso es ante todo un derecho humano.

Pero hay además muchas otras preguntas que, en mi opinión, no han tenido una respuesta satisfactoria. Por ejemplo, ¿esos agricultores que tienen la capacidad de organización, de movilización de recursos económicos, y de alianza con las organizaciones de transportistas, son realmente representativos de los intereses de los trabajadores del campo? Su maniobra de cerrar algunas de las arterias carreteras del país parece haber tenido cierto éxito, y determinó algunos matices en la nueva ley; pero ¿a quienes beneficia? ¿a los pueblos originarios y comunidades rurales? Más bien, fortalece a los grandes productores de monocultivos comerciales, destinados en gran parte a la exportación. Por cierto, estos mismos productores son responsables de una porción considerable del agua que se desperdicia debido a prácticas de riego inadecuadas.

Otra pregunta que creo que merece la pena poner sobre la mesa, y generar discusiones a su derredor, surge del hecho de que compartimos fuentes importantes de agua con nuestro poderoso vecino septentrional. Acordamos una forma conjunta de administrar el recurso desde hace casi un siglo, y solemos – como país – rezagarnos en la aportación de la porción del líquido que nos corresponde. Es cierto que hay un plazo quinquenal para cubrir estos rezagos, como lo es también el hecho de que el reclamo no es un mero capricho del señor anaranjado, sino una postura reiterada de un vecino que se asume con derechos sobre el recurso, para satisfacer la demanda de sus productores agropecuarios y las comunidades de los estados fronterizos. México se debate en la búsqueda de formas para “pagar” el agua a Estados Unidos lo más pronto posible, en los términos del vetusto tratado. Quizá sea tiempo de reconsiderarlo, y negociar una nueva versión, que considere no solamente las diferencias entre ambas naciones, sino el hehco de que hoy se enfrenta una crisis climática que hace más incierta la disponibilidad de agua. Hacerlo ante un gobierno negacionista, como el del señor Trump no es una tarea precisamente fácil. Pero tampoco es fácil, ni eficaz, pretender superar la escasez apostando a un aporte creciente de inversión y tecnología, como el que se propone al sugerir el establecimiento de plantas desaladoras, sin considerar siquiera la búsqueda de soluciones basadas en naturaleza, consistentes con la estructura de las cuencas. La captación de agua de lluvia, por ejemplo, es una propuesta que no se ha explorado a plenitud. El tema es pues, pleno de aristas, preguntas y discusiones. Esperemos que el estado las conduzca convocando genuinamente la participación de todos los usuarios del recurso.

Lea, del mismo autor: El lustro del desconsuelo

Edición: Fernando Sierra


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