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Pablo A. Cicero Alonzo
Foto: Kelly Wilkinson / AP
La Jornada Maya

Lunes 13 de junio, 2016

Ayer, un hombre de 29 años abrió fuego en una discoteca popular entre la comunidad gay en Orlando. Mató al menos a 50 personas e hirió a otras 53. Perpetró la masacre sólo con una pistola y un fusil automático: un AR-15. Esta arma fue creada por la firma Colt en el año 1958 y entró en funcionamiento en la guerra de Vietnam. Su principal ventaja es la ligereza, pues pesa menos de tres kilogramos (sin cargar) y sólo 4.2 en su versión de uso civil. Tiene una cadencia de fuego de 30 disparos por minuto y un alcance que supera los 550 metros. Esta mortal eficacia le permitió al asesino de Orlando matar a medio centenar de personas en pocos minutos.

El AR-15 es el rifle semiautomático más vendido en Estados Unidos y no en vano se puede encontrar fácilmente en Internet por un precio inferior a 500 dólares, poco menos de 20 mil pesos. Los especialistas en armas conocen al AR-15 como el hermano bastardo del Kaláshnikov: el arma más mortífera en la historia de la humanidad. Sobre este fusil ruso, Roberto Saviano, en Gomorra, nos dice que “no existe nada en el mundo, orgánico o inorgánico, objeto metálico u elemento químico, que haya causado más muertes que el AK-47.

“El Kaláshnikov ha matado más que la bomba atómica de Hiroshima y Nagasaki, que el virus del Sida, que la peste bubónica, que la malaria, que todos los atentados fundamentalistas islámicos, que la suma de muertos de todos los terremotos que han sacudido la corteza terrestre. Un número exhorbitante de carne humana imposible de imaginar siquiera.

“Sólo un publicista logró, en un congreso, dar una descripción convincente: aconsejaba que para hacerse una idea de los muertos producidos por la metralleta llenaran una botella de azúcar, dejando caer los granitos por un agujero en la punta del paquete; cada grano de azúcar equivale a un muerto producido por el Kaláshnikov”.

Pero tanto el AR-15 como el Kaláshnikov son objetos inertes, parafernalia de metal, plástico y, en algunos casos, madera. Ninguno de los dos se acciona por sí solo. Se requiere de alguien que jale el gatillo y apunte a un blanco. Ese alguien debe de estar motivado para matar, y se ha demostrado que el detonante más poderoso en estos casos es el odio; en el de los hechos de ayer, ese odio se incuba en la intolerancia. Aún no está claro si la matanza de Orlando es un acto de terrorismo islamista o fue por cuestiones homofóbicas. El autor de la matanza, según se ha publicado, sentía un odio visceral por los homosexuales; también se ha señalado que lanzó proclamas religiosas al irrumpir a la discoteca tornada en camposanto.

En ambos casos, nos demuestra cómo la semilla de estos trágicos episodios se encuentra en los discursos, se respira en el ambiente. En México hemos sido testigos de una paulatina polarización de la sociedad, que debate con lánguidos argumentos —a favor y en contra— el matrimonio entre personas del mismo sexo. Incluso, políticos han señalado que una de las causas de la debacle del PRI en las recientes elecciones se debió a la iniciativa de Enrique Peña Nieto al respecto. El Presidente, lo sostengo, utilizó la bandera de la causa del matrimonio igualitario como un as bajo la manga; prostituyó el trabajo realizado durante décadas por activistas. Ante la caída de su popularidad, y queriendo provocar un golpe de efecto, lanzó la propuesta de modificar una batería de leyes sin haberlas socializado debidamente.

Como consecuencia de ese intento desesperado por caer bien a un sector de la población, incendió otro que en lugar de reaccionar contra ese torpe demiurgo sacó del cajón argumentos polvorientos, odios ancestrales, intolerancias bíblicas… Si en nuestro país fuera tan fácil adquirir armas como en Estados Unidos, o si cualquier intolerante —que tanto aquí como allá son legión— tuviera los 20 mil pesos que vale un AR-15, los sucesos de Orlando no los veríamos de una forma tan ajena, tan lejana. Los argumentos que ha generado el debate por la iniciativa presidencial se han simplificado de una forma peligrosa: o estás a favor o en contra. No se admite término medio; a los tibios los vomitan, ya sea un bando u otro.

Ese es el actual escenario. Tal vez aquí, en nuestro país, no se hiera con balas, sino con palabras y descalificaciones; con etiquetas que igual mutilan y hieren. De nuevo, todo se reduce a la simplicidad de la intolerancia: ese sentimiento animal que nos reduce a bestias, esa tendencia rupestre que nos remueve los intestinos cuando no entendemos o conocemos algo. Miedo, al fin al cabo, al otro, a lo extraño, a lo que no entendemos. Dolencia que, sin embargo, se cura de una forma muy fácil: hablando, poniéndonos en los zapatos de otro, respetando sus derechos. Así de fácil. Y a la vez, así de difícil.

Mérida, Yucatán
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