de

del

Ramón Rodrigo
Foto: Roberto García Rivas
La Jornada Maya

29 de abril, 2016

Todos hemos sido testigos del ascenso en la popularidad de la profesión de chef. Vivimos una especie de vorágine de cocineros estrella, vestidos con filipina de diferentes colores, con estampados de sus patrocinadores, que difunden la cocina mexicana, a través de programas de televisión, revistas y todo tipo de anuncios.

Poco pensamos que detrás del prestigio de la oferta culinaria mexicana, existen un sinnúmero de héroes anónimos que día a día en sus casas, restaurantes, puestos callejeros, banquetes, fundaciones, cafeterías, taquerías y cantinas hacen un trabajo que ha llevado a nuestra gastronomía a ser patrimonio inmaterial de la humanidad.

Esos héroes anónimos dan de comer a los enfermos, ofrecen comida caliente en plena tormenta, preparan de comer a sus familias todos los días, recorren largas distancias y se esfuerzan cotidianamente para nutrir el estómago, el corazón y el alma de muchos.

[b]Del baúl de los recuerdos[/b]

En Acapulco, Ana viajaba más de una hora para llegar a su trabajo, era la chef de Caty Gómez; empezó de lavaplatos y fue subiendo de puesto hasta controlar compras, cocina y almacén; era capaz de manejar una cocina para más de mil personas, banquetes diferentes, a veces en condiciones como el exceso de calor y una falta de equipo inconcebibles. Me reía cuando me decían que no era chef porque no había estudiado. Mi opinión siempre fue la misma: ella era más que el 90 por ciento de los chefs que conozco; pero además tenía algo que no se debe perder nunca: la humildad de aprender. Temía a la dueña, pero hicimos una maravillosa mancuerna trabajando juntos.

En el hotel Jardín del Sol de Tepoztlán, Morelos, había otra campeona, de no muy buenas pulgas, pero de gran corazón. Cocinaba, limpiaba cuartos, hacia lavandería y una de sus más grandes gracias, además de su sazón, era dormir a los alacranes; hablo de mi madre, pero lo hago en honor de todas las mamás y abuelas que alimentan a sus familias a diario.

Ahora que me dedico a cocinar profesionalmente me doy cuenta de lo insensato que era cuando llegaba a mi casa con amigos, sin previo aviso. Recuerdo unas vacaciones en que tuve el descaro de llegar con 14 amigos a dormir por unos días; la casa ya estaba llena de primos, amigos, novias, novios. Solo de familia eramos 7, incluyendo a mis papas. ¡Imagínense la multitud! Mi papá tenía que ir al super cada mañana y mi madre no salía de la cocina. De esos héroes hablo, de esos que no salen en la televisión ni en entrevistas de pasquines especializados.

[b]Homenaje a Martha Gómez Atzín y las mujeres de humo.[/b]

Ella ya no es tan anónima en el mundo de la gastronomía mexicana, es la coordinadora de cocina del Centro Totonaca de Artes Indígenas. Es de Papantla, Veracruz.

No tengo el gusto de conocerla, he tratado de ponerme en contacto con ella para ir aprender; estuve a punto de lanzarme a Papantla hace unos años, soy su fan y seguidor en facebook y les dejo alguna de sus enseñanzas:

“Las abuelas también nos enseñaron a escuchar los mensajes del fuego. Cuando la leña lloraba era porque iba a ver una despedida con mucho dolor y cuando el fuego bailaba anunciaba visitas y habría que preparar más alimento”
“No acostumbramos a montar y maquillar los platos. Nuestra comida es auténtica”
“chef es una palabra extranjera, los que somos mexicanos somos cocineros”

Ella continuamente invita a los jóvenes aspirantes para ir a observar el fuego, el humo de la leña, del comal; los invita a moler en metate y a recoger sus propias hierbas.
Explorando Yucatán: tortas de lechón de don Mauricio

Originario de Hunucmá, este excelente cocinero lleva más de 17 años trabajando todos los días. A las 16 horas prepara en el horno bajo la tierra su lechón, cochinita pibil o relleno negro. Se levanta a las 4 de la mañana para extraerlo de la tierra y dejar todo preparado para ir a venderlo a Sisal: llega todos los días a las 5:30 de la mañana, a esa hora empieza la venta de tortas y tacos a los pescadores.

Yo nunca concebí una torta de lechón o cochinita en mi desayuno; ahora me confieso adicto a esta tradición yucateca. Lo agradezco, porque ese apego me ha valido para hacerme cliente y amigo de don Mauricio que poco a poco me va regalando sus secretos. Por ejemplo, para que la piel del lechón quede crujiente se le tiene que agregar naranja dulce y sal en grano.

Es todo un éxito, a veces a las 8 de la mañana ya se gastó todo. Don Mauricio también hace eventos en los que cocina más de 300 kilos de cochinita. Su secreto: cuidado y dedicación; pero, sobre todo, mucho amor. (Sólo de escribir estas líneas ya se me hizo agua la boca).

Todas las personas que cité y muchos otros cocineros anónimos y amas de casa sustentan la base de nuestra maravillosa comida mexicana.

[b][email protected][/b]
Sisal,Municipio de Hunucmá, Yucatán


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