Celia Pedrero
Tenía 13 años, era una jovencita de calcetas, choclos y uniforme de la escuela para niñas Ana María Medina Domínguez cuando a la salida de clases recibí un volante de denuncia por la muerte de Efraín Calderón Lara, El Charras. El primero de una serie, algunos sin fechas y otros de marzo y abril, mimeografiados en diversos papeles de color amarillo, verde y marrón. Mi escuela estaba en el corazón donde todo estaba pasando, sobre la calle 58 entre 57 y 59, cerca de la Universidad de Yucatán, así que era frecuente que los estudiantes repartieran volantes que atesoraba y leía con el coraje de una Juana de Arco.
Un enamorado o pretendiente, términos obsoletos hoy, llevaba a mi casa más volantes. Como era algunos años mayor que yo estaba al tanto de lo que ocurría y me contaba los últimos acontecimientos. Sus ideales comunistas, que compartía conmigo hicieron crecer mi interés, que dos o tres años más tarde se convertirían en la determinación de ser misionera o guerrillera de la Liga 23 de Septiembre, que para mí era casi lo mismo. La determinación fue muy frágil ante la contundencia de una realidad clasemediera.
Pero en mis múltiples cambios de casas, siempre estaba la carpeta bien resguardada, de los volantes para recordarme que hubo un tiempo que la ciudad fue tomada por estudiantes exigiendo justicia por el asesinato de El Charras, ese joven de bigotes negros y mirada firme que luchó junto con otros para que a los obreros y empleados se les respetaran sus derechos laborales.
En 1990 se publicó el reportaje novelado Charras, de Hernán Lara Zavala, su lectura revivió aquella llama tenue de mi juventud. Al paso de los años, cada relectura me da perspectivas diferentes, reconocer a los personajes involucrados y su trayectoria en la política y el empresariado, a los activistas que nunca han olvidado y siguen sus luchas, a la historia y sus circunstancias.
El Charras está en mi historia personal pero también como consigna de divulgar qué fue lo que pasó en Yucatán en 1974, cómo fue el movimiento, quiénes fueron sus actores, quién fue Efraín Calderón Lara. Durante casi ocho años que impartí el módulo Cultura, Arte e Identidad en el Seminario de Inducción a la Vida Profesional de la Facultad de Contaduría y Administración de la UADY, cuando llegábamos a los años 70 en la historia de Yucatán, preguntaba ¿Alguien sabe de El Charras? Generalmente, nadie levantaba la mano. Al terminar de charlar ese hecho histórico, no faltaban las preguntas de incredulidad ¿Eso pasó en nuestra universidad? ¿Por qué nadie nos contó?
La memoria a veces es como una cuerda floja, como una liga que se alarga y encoge y quedan al aire algunos recuerdos, por eso ayer le envié un mensaje a Nelly, mi hija. ¿Oye, te acuerdas si yo te hablé de El Charras? ¡Mamaaá, claro que sí, desde niñas nos contaste sobre él, y recuerdo que siempre recomendabas leer el libro de Hernán Lara!
Ya estoy más tranquila. La niña de choclos que fui y la guerrillera que no fui, comparten por primera vez los volantes de ese 1974, con la esperanza de que en el futuro ninguna persona se pregunte ¿Por qué nadie nos contó?
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