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Cuando Mario Vargas Llosa hizo un Will Smith

Para escapar de la tristeza nos hemos parapetado en el mundo falso de la farándula
Foto: La Jornada

Juntos eran trinitrotolueno, al grado que dinamitaron la literatura latinoamericana: boom. A Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa no sólo los unía esa ansia de demoler los cimientos de un idioma sino también una amistad sustentada en admiración mutua. Uno de los análisis más completos y sesudos de la obra de García Márquez es, precisamente, el realizado por Vargas Llosa en Historia de un deicidio

Esa amistad se rompió, crack, una noche en Barcelona, dejando huérfana a una generación de escritores, una foto del ojo morado de García Márquez y un sinfín de teorías sobre la violenta reacción que ocasionó el cisma. Esa noche, saliendo de una función de cine García Márquez vio, a lo lejos, a Vargas Llosa. Con los brazos abiertos se dirigió a él, llamándolo a gritos, con aspavientos de realismo mágico. Entonces, Vargas Llosa se puso en guardia, a lo Hemingway, y le pegó un puñetazo en el rostro: “Por lo que le hiciste a Patricia”, le dijo y se fue. 

Patricia era la esposa de Vargas Llosa, y uno de los personajes de La tía Julia y el escribidor. Fue a ella a quien le dedicó su premio Nobel y a ella a quien abandonó por Isabel Preysler, pero esa es otra historia. Según los ríos de tinta que corrieron con posteridad, lo que García Márquez le hizo a Patricia fue querer consolarla por una supuesta infidelidad de su colega con una azafata sueca. Las malas lenguas aseguraron que fue precisamente García Márquez quien le contó el desliz de su esposo a Patricia para ser él quien la reconfortara. 

Nunca se supo la causa de ese golpe, aunque sí sus posteriores consecuencias. Aun así, la historia sigue estando vigente, ya que hizo mortales, por un instante, a esos dioses del olimpo literario. También, porque sirve para exhibir nuestro apetito por el papel cuché de las revistas del espectáculo y la crónica rosa. A pesar de que, en ocasiones, han sido esos ídolos caídos quienes han criticado esa tendencia a la evasión de la realidad. 

Para escapar de la tristeza y, tal vez, huir de la realidad, nos hemos parapetado en el mundo falso de la farándula: una trinchera de brillantina y basura, que brilla y bufa; depósito de desperdicios diamantinos. En las últimas semanas, tanto o más repercusión ha tenido el juicio de dos celebridades como la guerra en Ucrania; un vaivén entre sórdidos secretos de la pareja y una torrencial lluvia de bombas rusas.

Y aún antes de que se abriera la caja de esa plástica Pandora, los titulares se los disputaron el inicio del fin de la peste y la cachetada que cimbró la entrega de unos premios. Para millones de personas resultó más interesante la violenta reacción a una burla que el gradual regreso a la normalidad. O, tal vez mejor dicho, fue precisamente ese manotazo con el que se anunció que podemos seguir vagando por la vida, como vagábamos ya antes. 

Anclados en la tristeza de estos años podemos desempolvar de nuevo a Vargas Llosa para criticar la banalidad de esos gustos voraces de información. El escritor, al presentar su ensayo La civilización del espectáculo, se lamentó que el periodismo empezó a relegar discretamente a un segundo plano las que habían sido sus funciones principales —informar, opinar y criticar— para privilegiar otra que hasta entonces había sido secundaria: divertir. 

Lo que ocurrió en el mundo de la información, sostuvo Vargas Llosa, era reflejo de un proceso que abarcaba casi todos los aspectos de la vida social. “La civilización del espectáculo nació y está aquí para quedarse y revolucionar hasta la médula instituciones y costumbres de las sociedades libres”. En estos días, nos hemos quitado los cubrebocas y las máscaras, y ansiosos de olvidar nos hemos dado un festín con lo de Will Smith.

No hay mejor termómetro del retorno al pasado que el interés que han traído consigo las anécdotas protagonizadas por los personajes hollywoodenses. La pandemia fue sólo un paréntesis, y hemos retomado nuestras vidas tal cual las estacionamos hace dos años. No hemos salido ni mejores ni peores del encierro, simplemente igual: Hombres y mujeres que espían por rendijas rotas para regocijarse con rencores y tragedias ajenas. 

Más rápido cae un hablador —en este caso escribidor— que un cojo, como le sucedió a Vargas Llosa, quien en su moralizante discurso contra la superficialidad del interés mediático protagonizó un Will Smith mucho antes que Will Smith. Aun así, estamos aún deslumbrados por la luz negada en el encierro, y todavía no nos acostumbramos a la libertad de los espacios abiertos; preferimos, en estos primeros pasos, recorrer los caminos que ya conocemos. Y conocemos con los ojos cerrados la sinuosidad de la estridente esterilidad del escándalo. 

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Lea, del mismo autor: No hay forma de darle el pésame a alguien que perdió a su hija
 

Edición: Estefanía Cardeña


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