Tenemos una oferta maravillosa de playas y pueblos costeros, pero carecemos de la posibilidad de ir de día de campo y comer bajo un árbol, mientras los chiquitos corren de aquí para allá. Sin embargo, contamos con propuestas de pueblos maravillosos que las luces de neón que acostumbramos buscar, nos impiden ver.
En turismo, la sostenibilidad se ha trasformado en la palabra clave en los últimos tiempos, como una nueva manera de como los seres humanos están mirando la vida. Por lo que ser un turista sostenible es aquel que se preocupa y ocupa de la protección de los sitios turísticos que visita, el respeto por las comunidades anfitrionas y el patrimonio cultural y natural del destino.
La realidad es que no es tan sencillo aterrizar un proyecto de turismo rural. En primer lugar, porque nosotros, aún no nos hemos dado cuenta de las maravillas que tienen nuestro estado. Son los extranjeros los que están llegando abiertos a descubrirlas y disfrutar, a vivir las experiencias, por lo que los lugareños con un gran talento, se han vuelto multilingües.
En Yaxunah, hay un parador turístico que administra la comunidad. Cuentan con una zona arqueológica, un cenote lleno de encanto y magia, el Centro Cultural Comunitario, corazón de la población, un museo sobre la historia de la comunidad y un jardín botánico. Una población gentil, orgullosa de sus raíces mayas y es casa de las Amazonas de Yaxunah, cuyo placer por el juego de softbol, está invitando a las mujeres a encontrar un espacio para disfrutar su tiempo personal. Y si tienes suerte, las podrás ver practicar, jugando, como acostumbran desde niñas, descalzas y con su tradicional huipil.
En mi última visita, me enteré de dos proyectos que se llevan a cabo ahí, con jóvenes. Una maestra de español de una universidad del país del norte, trae a sus alumnos en el verano a vivir en casas de familias del pueblo. Además de practicar el idioma, tienen clases de cocina, ayudan en casa, conviven, visitan los alrededores y al final, les cuesta trabajo despedirse. ¿Qué fue lo que pasó? Los contrastes son enormes. Quizá la cercanía humana llega a tener más peso que las cosas. No se puede extrañar lo que no se ha conocido, pero después de vivir la experiencia de la vida diaria entre retos, alegría, empatía y gentileza, no es tan fácil de olvidarla. Muchos de ellos vuelven de visita con sus padres.
También se encontraban en el pueblo, un grupo de jóvenes de varios países que, a través de una fundación que los convoca, los vi haciendo trabajo voluntario para la comunidad. Tienen todo y, sin embargo, descubren que aún les falta algo más. Verlos tan alegres, tan llenos de vitalidad, me llenaron de esperanza. Optaron por la vida, en lugar de entretenerse, están trabajando por un cambio que nos beneficie a todos.
Pensé en todo lo que nuestros jóvenes, clavados en el bullying y en grabar videos de sus conquistas, cuya única aspiración es hacerse rico como influencers, se están perdiendo. Son ellos o quizá nosotros los que no tenemos la visión para propiciarles este tipo de aventuras.
Como personas golosas de apetito gourmet, comencemos con turismo culinario. Les recomiendo: Kinich, de Izamal, El Mirador de Ticul, El Oasis de Valladolid, La Tía de Kaua, (aguas con la multiplicación de tías); los Huevos Motuleños del mercado de Motul, Pueblo Pibil, comida yucateca enterrada, en Tixkokob, la longaniza de Temozón; tanto por descubrir.
Se dice que en la pandemia, muchos chefs que trabajaban en Cancún, decidieron regresar a sus pueblos a abrir restaurantes. Ellos ya vieron lo mucho que se aprecia lo nuestro y regresaron a casa. Como la Perla Negra, en Chichimilá.
Definitivamente, la profundidad de la sencillez nos dice, que los banquetes están hechos con cariño, a base de comidas naturales, sin químicos y fechas de caducidad, con verduras recién cosechadas, tortillas hechas a mano, pollo de patio cocido a la leña, salsa de chile, aguas de frutas frescas y… ¿una cervecita?
Toca abrir ventanas y dejar que el aire fresco nos renueve ese cochambre que se nos ha ido acumulando y llena de tristeza. La península de Yucatán es un banquete. ¡Qué afortunados somos de tener tanto!
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