Mi madre nunca leyó a Cervantes, pero a menudo lo citaba: solía decir que no se movía la hoja de un árbol sin la voluntad divina.
Con su afirmación, mi madre rubricaba el carácter omnipotente de Dios, aunque tal vez no pudiera comprender las implicaciones de su tesis que, por lo demás, nos conducen siempre al territorio de la perplejidad en el que descubrimos una escalofriante paradoja, pues si Dios ordenó el mundo tal y como lo conocemos (y en ese mundo nada escapa a la sapiencia y a la acción divina), entonces debemos concluir que el azar es también obra de Él y que quizá allí está Su realización más elegante y truculenta.
La explicación tiene su punto de partida en la incertidumbre, misma que se constituye en el factor fundamental de la existencia de Dios para los hombres, pues en un mundo en el que prevaleciera la certeza absoluta cualquier divinidad sería innecesaria. (La fe, entonces, es hija de la duda y por ello el azar es un componente vital de la creación: para poder persistir en calidad de Todopoderoso, Dios sembró en los seres humanos la vacilación e introdujo lo fortuito en la existencia).
Aunque todavía tenemos que hurgar en los territorios de nuestro raciocinio para aproximarnos medianamente a la lógica de un cosmos que responde a la divina voluntad, tal vez en el fondo mi madre (y Cervantes y don Quijote en peculiar discusión con el bachiller Sansón Carrasco) estaba en lo cierto: no se mueve la hoja del árbol sin la decisión absoluta de Dios.
Como quiera, no debemos perder de vista que ese movimiento tiene en el acaso su explicación más eficiente.
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