Dentro de unos cuantos años, la obra ferroviaria del presidente Andrés Manuel López Obrador será materia de análisis por parte de la academia. No se tratará exclusivamente del Tren Maya, sino de la evaluación integral de este ferrocarril con el del Istmo. El impacto en el ámbito económico y en materia de movilidad tiene en este momento más expectativas que certezas en cuanto a la cantidad de pasajeros y carga que correrán por las vías.
Igualmente, en este instante es imposible medir el impacto ecológico que ha tenido la construcción de la ruta y colocación de rieles. Es innegable que para abrir el camino, especialmente en los tramos que atraviesan Quintana Roo y unen esta entidad con Campeche, hay un daño inmediato; pero el proyecto incluye la capacitación y cooperación por parte de los ejidos próximos a la vía para reforestar la zona, por lo que debe existir una recuperación pronta, semejante a cuando a cualquier persona se le practica una cirugía.
Pero será hasta dentro de tres o cuatro años que tendremos elementos para afirmar categóricamente que el proyecto se trató apropiadamente o si se construyó un elefante blanco que además dañó irremediablemente el medio ambiente.
Este domingo, el Presidente encabezó otro recorrido de prueba; el segundo de este mes; en esta ocasión, a bordo del Ferrocarril Interoceánico de Pasajeros, que forma parte del proyecto del Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec. Este proyecto no ha sido tan polémico como el Tren Maya, en parte porque ya existe un ferrocarril de carga que, si su infraestructura se hubiera actualizado continuamente, hoy sería un gran competidor del Canal de Panamá.
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De hecho, la obra ferroviaria de López Obrador tiene que verse desde proyectos históricos. Unir los puertos de Coatzacoalcos, en Veracruz, y Salina Cruz, en Oaxaca, ha sido una exigencia del comercio mundial y el control de ese paso es una preocupación también internacional. Incluso fue materia del Tratado McLane-Ocampo, firmado en 1859, pero que nunca fue ratificado por el Senado de Estados Unidos. Este acuerdo concedía a ciudadanos y bienes estadunidenses un derecho de tránsito a perpetuidad por el istmo de Tehuantepec, así como autorizaba la participación del ejército de ese país “en la defensa de los puertos y rutas” en torno a ese territorio.
En cuanto al Tren Maya, éste es alabado por unos, odiado por otros, y otra parte de la población es escéptica en cuanto a su utilidad. Pocos se han dado cuenta de que esta obra es un circuito que integra el territorio histórico de Yucatán, con excepción del que hoy forma parte de países soberanos, como Belice y Guatemala. Pero también se debe reconocer que en esos países existe el interés por enlazarse con este nuevo ferrocarril, que de esa forma terminaría por comunicar aquellos territorios en los que habitan grupos mayenses.
De esta forma, independientemente del gran calado económico que tiene la obra ferroviaria del Presidente, hay un impacto cultural que tiene raíces de por lo menos un siglo de antigüedad y que, al permitir una movilidad rápida de las personas, se pone muy por encima de las dificultades políticas que se dieron en el siglo XIX y principios del XX que llevaron a la creación de los estados de Campeche y Quintana Roo, respectivamente. Ahí estará la mayor aportación del proyecto ferroviario.
Las empresas saben que mover carga mediante trenes es un ahorro significativo cuando se compara con el transporte por carretera. El impacto en la economía peninsular será positivo si es que los capitanes de los negocios saben aprovechar; pero tendremos que poner la mira también en los pequeños productores de comunidades rurales que tendrán una alternativa para llevar cosechas o animales a mercados vecinos, y que igualmente verán llegar visitantes y gente que necesitará de sus servicios. Será el desafío al Yucatán que se imaginó en el siglo XIX, con una bandera que hoy ha vuelto a ondear en Mérida.
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