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Foto: Fernando Eloy

De los desastres naturales, los huracanes han pasado a ser los que causan menos daño en cuanto a pérdidas de vidas y daños a la infraestructura urbana y la propiedad de las personas, en virtud del monitoreo constante de las condiciones atmosféricas y la mejora en el diseño de los modelos matemáticos que predicen la trayectoria y capacidad de crecimiento de estos fenómenos.

No ha sido fácil para los peninsulares. Quienes fueron testigos del huracán Gilberto, en 1988, y luego de Isidoro (2002), con toda seguridad pueden decir que el primero resultó una sorpresa, pues se enteraron de él pocas horas antes de que azotara. El segundo, a pesar de los avisos de las autoridades, terminó provocando alteraciones en la cotidianidad por la falta de un plan para enfrentar la contingencia en casa.

Recientemente, en 2020, además de la pandemia, debimos afrontar un año atípico en cuanto a precipitaciones pluviales. Desde la tormenta Amanda, a la que siguió Cristóbal, y terminando con huracanes que se salieron de la lista de nombres prevista para esa temporada. Las conversaciones habituales giraron en torno a la aparición de hongos en las paredes de la casa y los métodos para eliminarlos; los daños de la humedad en ropa, calzado, libros y aparatos electrodomésticos; y por supuesto, las inundaciones en algunos de los fraccionamientos de más reciente creación.

Ante el inicio de la temporada de ciclones en el Atlántico, y tomando en consideración que las lluvias ya produjeron la reactivación de “La Bomborota” en Tekax, al igual que hace cuatro años, bien convendría hacer un repaso de las medidas de prevención aplicables tanto desde la autoridad como en el ámbito familiar.

La prevención implica varios ámbitos: desde el resguardo de los documentos personales, en especial los más difíciles de remplazar (como las escrituras de la casa o la factura del vehículo) hasta las medidas de seguridad que deben aplicarse en el centro de trabajo o en el vecindario. Pero también implica estar dispuestos a comprender y ser empáticos con quienes producen alimentos directamente, pues la abundancia de agua resulta también tan dañina como una sequía extendida. En un mismo año hemos atestiguado campos arrasados por el calor y cultivos de vegetales y hortalizas podridos por la inundación del terreno en que se encuentran sembrados.

El sector ganadero enfrenta una problemática similar: la falta de pastura hace más difícil y costosa la producción de carne y lácteos, y también es causa de muerte de los animales; pero el efecto de las inundaciones son enfermedades y también que reses y carneros se ahoguen. El agua es igualmente peligrosa también para la avicultura: un temporal puede acabar con la vida de miles de gallinas, afectando el precio de alimentos como el huevo y la carne de pollo.

El tiempo en que se puede monitorear un huracán, desde el momento en que aparece una depresión tropical hasta que se convierte en ciclón, nos permite adelantarnos. Sin embargo, debemos tomar nota de los efectos de Otis, que azotó Acapulco el 24 de octubre del año pasado, alterando totalmente la actividad económica de ese destino turístico. Considerando el calentamiento global, es de entenderse que en el Atlántico no estamos exentos de recibir un huracán que escale en unas cuantas horas toda la escala Saffir-Simpson.

Para la península, es tiempo de estar alertas y repasar las dificultades que se han enfrentado con el paso de huracanes. Prevenir una catástrofe siempre será más barato que tener que vivirla; pero muy especialmente, si aspiramos a ser una mejor sociedad, será necesario ponernos en los zapatos de nuestros vecinos, pues un ciclón no afecta igual a quienes viven en la ciudad que a quienes dependen de producir alimentos en la tierra o de obtener el sustento a través de la pesca, o a quienes viven del turismo y de repente se encuentran con que no hay visitantes porque debieron cerrarse los aeropuertos o que un número de hoteles resultó con serios daños. Nos toca a todos participar, en la medida que nos corresponda, para que un fenómeno meteorológico no se convierta también en desastre económico y social.



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Edición: Mirna Abreu


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