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Remontar el caudal de la noche

Cuento de Janal Pixan
Foto: El Dante Aguilera

Cerré los ojos por última vez y cayó la verdadera noche.

Esta noche no es un velo como la que conocía, sino que es profunda en su infinitud pacífica como una orquesta de susurros, como si el agua, el viento, las cigarras y el zumbido de un colibrí se hubieran organizado para tocar juntos. Al descubrir esta hermosa música que llena todo el espacio, lo que había entendido toda mi vida que significaba el mundo se transformó. En ese remanso de paz abrí los ojos y vi como la noche estaba iluminada únicamente por titilantes luciérnagas de fuego que se desperdigaban por todo el firmamento.

Sentí mi espalda profundamente relajada sobre un lecho de pétalos suficiente profundo para sostener toda mi existencia y sentí como la música me soplaba en el rostro. Al lado mío había un río que discurría plácidamente que tiene la temperatura perfecta para remojar los pies. Al contacto con el agua mi cuerpo se olvidó de todo el cansancio que cargó durante la vida y súbitamente lo que era un problema antes de pestañear por última vez, se aclaró.

Mis manos, antes nudosas y toscas, ahora se mueven ágiles como plumas al viento. Con un rápido movimiento las sumerjo en el agua para ver como diminutas luces nadan entre mis dedos. Las luciérnagas de agua sólo habitan este mundo, titilan igual que las que hay en la tierra y en el firmamento, pero sus cuerpos se pintan de colores azules, morados y aguamarinas.

Tras la música escucho los pasos de un cuadrúpedo y sin mediar aviso una humectada nariz me dio la bienvenida alojándose cariñosamente en mi cuello. El calor de su cuerpo me llenó el corazón, me sentí bienvenido y por última vez supe el significado de soledad. Detrás de la música escuché como me abandonaba el recuerdo de esa idea que jamás volveré a tener.

Al saberme tan reconfortado, el cánido se paró frente a mí y me observó solemne. Con sólo su presencia el mensaje estaba dado. En esta noche hay que caminar pues la suprema luciérnaga espera a los ascendidos. Sobre la penetrante mirada el ser lleva la marca de la luciérnaga, un fuego eterno que alumbra la noche.

Caminamos un rato con sus patas y mis pies sumergidos en el agua. Ahí descubrí que aún recordaba a mis seres queridos, aunque la razón de mi ausencia del mundo pasado me estaba velada. La cola se le agitó cuando pensé en mi hija, la chulita, que tantas veces me sonrió con los ojos cuando se escondía del mundo. Se me inflamó el corazón y el mechón de cabello en la punta de la cola del perro se agitó al viento al ritmo de mi latido. 

Remontar el caudal es inesperadamente alegre, tras un recodo aparece otro recuerdo y el cánido es un guía maravilloso, se detiene antes de que me dé cuenta que necesito sentarme a pensar. Apoyado sobre una piedra lo suficientemente generosa observo un recuerdo en el agua. Río abajo se va el rencor que me guardé a mí mismo por todas las veces que no le demostré a las personas todo el amor que sentía. Aquel chico listo de la infancia, la chica de la sonrisa de estrellas, la noche en que acunamos a la chulita, el amigo que se acurrucó junto a mi depresión y también la poseedora de cascada de cabellos que dejé pasar por miedo. Con el cuerpo medio sumergido en el agua, me observó mientras el fuego se henchía, con cada recuerdo que se desgranaba con el perdón en mi corazón yo observaba que su fueguito se hacía más grande.

Después de otro largo rato de caminata el perro me llevó fuera del agua a un lugar de descanso. Sobre una tela en el piso se desperdigaban una cantidad exorbitante de frutas, al olisquear una sandía el cánido decidió empujar la rebanada hacia mí. Sobre mi barba se deslizaba el jugo al morder la deliciosa fruta. Frente a mis ojos se hizo un remolino que se llevó toda la comida que había. Una voz profunda se sobrepuso a la música y me indicó que ninguna decisión era azarosa y que al morder esa fruta había decidido que mi ser iba a ser atravesado por la memoria de la colectividad.

Al instante todos los recuerdos, de todos los seres que cohabitaron el mundo en mi tiempo llegaron, pero no fue abrumador, sino que noté como cada uno ponía de su parte para la construcción de muchos mundos: una hormiga mordiendo una hoja, una abeja polinizando una planta de melón, la chica de la sonrisa de estrellas agitando una bandera de cuatro colores y hasta una ardilla olvidando una semilla enterrada. Todos esos seres, sin saberlo, estaban sembrando un mundo para el día después de la tormenta, ese que se había vaticinado hace muchos años ya, y que sucedería cuando la amenaza hacia la vida colapsara sobre sí misma.

En un parpadeo volví al último bocado de la sandía y una sonrisa iluminó el rostro imperturbable del cánido, era mi propia sonrisa por haber abonado al sueño común de un mejor mundo en el desierto que habité mientras caminaba el mundo terrenal. Con el estómago lleno de recuerdos terminamos por remontar el río, y observé ante mí a la luciérnaga suprema, la cual llenaba de fuego-luz el suelo y subía hasta la corona del firmamento.

Me volteé a mirar al cánido e inmediatamente lo descubrí, su existencia estaba hecha de todo el amor que me había habitado, el que di, el que recibí, el que dejé sin cosechar, el que sembré sin querer y el que nunca fue. Todo ese esfuerzo por ser en colectividad y abrazarme con otros seres se materializó no solo en la flama que lleva sobre la cabeza, sino en toda su existencia.

Por eso, nunca más caminaré solo, y alcanzar el fuego-luz es solo la ventana a un nuevo renacimiento donde todo ese amor eterno, me abrazará, lo abrazaré y seremos fuego-luz.

@RuloZetaka


Lea, del mismo autor: Polinizar la esperanza


Edición: Estefanía Cardeña


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