Opinión
Rafael Robles de Benito
19/03/2025 | Mérida, Yucatán
No todo son aranceles, y derrumbes bursátiles. Y no todo es tambores de guerra, o negociaciones basadas en la prepotencia del bravucón del barrio. Detrás de estos ruidos que retumban por los medios de comunicación y las redes sociales en una cacofonía que ya resulta ensordecedora (y quizá esa sea la idea, ensordecernos a todos), va creciendo a la chita callando una amenaza insidiosa, que nos debería preocupar más vivamente aún, porque pone en entredicho la capacidad misma del planeta de sostener los procesos ecológicos que hacen que continúe siendo un mundo vivo. El pasado 12 de marzo, uno de los funcionarios de la administración Trump, Lee Zeldin, director de la Agencia de Protección Ambiental (EPA, por sus siglas en inglés), dijo que ese día sería “el más trascendental de desregulación en la historia estadounidense" y en una pieza que publicó el Wall Street Journal, tuvo la desfachatez de declarar que “estamos clavando un puñal en el corazón de la religión del cambio climático y dando la bienvenida a la Edad de Oro de Estados Unidos".
No sorprende que esto haya salido del actual gobierno gringo. Desde su primera aparición como candidato a la presidencia, el señor Trump ha dejado bien claro que le tiene sin cuidado lo que digan los científicos acerca del cambio climático global y antropogénico, y que basará sus decisiones relativas a la generación de energía y el uso de los recursos naturales en encontrar formas de convertir en dólares todo lo que toque, en su obcecada ambición de convertirse en el Midas moderno y universal. Tampoco sorprende que haya nombrado al señor Zeldin como titular de la agencia federal responsable de la protección al ambiente. El individuo trae encima el historial de haber pugnado por la rehabilitación del fracking como forma apropiada para la extracción de combustibles fósiles, y criticó sin cortapisas la reincorporación de los Estados Unidos al Acuerdo de París durante la administración Biden-Harris.
Lo que resulta pavoroso es que no parezca haber manera de detener las barrabasadas que emprende el ejecutivo de nuestro vecino del norte. Insiste en la necesidad de fortalecer la industria automotriz en su país, a costa de la estabilidad de sus socios comerciales, y favoreciendo la construcción de automóviles que consuman gasolina o diésel, a la vez que elogia y aplaude los autos eléctricos de su amigo, colaborador, y dueño de Tesla (todo a la vez), y no ve contradicción alguna en ello. Todo es dólares. Y todo se hace cada vez más antiguo. Ahora resulta que impera la misma racionalidad de quienes quemaron mujeres en Salem, porque sabían cosas que ellos preferían ignorar, y entonces las llamaban brujas y les temían. Son los mismos que inventaron los linchamientos, y ahora vuelven con una xenofobia desaforada y cruenta. El odio y el miedo parecen ser sus motores primarios.
Sólo así puede explicarse que piensen que los migrantes son criminales que les quieren invadir, o que la Unión Europea se creó con el expreso propósito de aprovecharse de los Estados Unidos. Sólo así puede entenderse qué digan con orgullo que han clavado un puñal en el corazón de la religión del cambio climático, como si en efecto se tratase de una lucha entre los paladines de la ignorancia, siempre heroicos, y el monstruoso dragón de las ciencias, que lanza por la boca las llamaradas de datos y evidencias. Para ellos, no hay modelos, ni tsunamis, huracanes, incendios, inundaciones o sequías. Todo es una conspiración de los científicos, ¿para debilitar a su país?
A pesar del tamaño del absurdo, les creen millones de personas, en Estados Unidos y fuera de esa nación. No sé si esto es una prueba del fracaso de todos los modelos educativos que se han probado hasta ahora, o si sea el derrumbe de lo que alguna vez entendimos como un proceso civilizatorio. ¿Cómo detener un proceso que se nutre del miedo y el odio, cuando estos resultan más contagiosos que los virus? No es casual que se diga que un mensaje puesto en las redes se puede volver viral. La información que requiere de una pausada reflexión, exige crítica, demanda análisis ponderado, y requiere lectura, y relectura, se nos hace cada vez más difícil, y preferimos conformarnos con la consigna fácil, el dibujo gracioso o el video chocante. El saber se ha ido desprestigiando. Sin ser en absoluto aficionado a las teorías de la conspiración, no puedo menos que pensar que, desde los corredores del poder, se hace un esfuerzo deliberado por alimentar este desprestigio, porque la ignorancia les favorece.
Por supuesto, no creo que la manera de enfrentar la arrogante estulticia de nuestro poderoso vecino sea tan sencilla como multiplicar la convocatoria a “asambleas” en la plaza pública, donde se nos asegure que el estado cuenta con un abecedario completo de planes para encarar la adversidad, ni creo que sea suficiente recurrir a los mantras de la fortaleza y valentía del pueblo mexicano, a nuestro carácter de nación libre y soberana, y a la airada exigencia de respeto. Se emplearía mejor el tiempo, el indudable talento y los recursos de la diplomacia mexicana en fortalecer los debilitados organismos multinacionales, apuntalar a la organización de las naciones unidas y sus diversos organismos, especialmente los que atañen al cambio climático, la salud, el medio ambiente y la educación, ciencia y tecnología, y en promover un acercamiento eficaz con la Unión Europea, que seguramente vería con buenos ojos una alianza robusta con las naciones de nuestro continente que también padecen los embates de míster Trump.
Edición: Estefanía Cardeña