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El horror de Teuchitlán: precariedad y desrealización

La violencia que vivimos se concibe como la explotación
Foto: Reuters


Voy camino a la universidad mientras escucho entrevistas y crónicas sobre el rancho Izaguirre en Teuchitlán usado como campo de reclutamiento y muerte. Siento náuseas y me comienza a doler la cabeza con los relatos de lo encontrado. Miro a mi alrededor y la cotidianidad no se ve interrumpida. Pienso “si no nos paraliza un lugar así, estamos perdidos como ciudadanos”. Lidiar con la cotidianidad no es opcional para la mayoría, claro, pero esto es o debería de ser socialmente paralizante. Yo misma tengo que ir a dar clase y sigo mi camino. En la universidad hay un par de pintas con el tema. La semana transcurre con la misma sensación de fondo de esa mañana de desesperanza. Comienzan las convocatorias para manifestarse. Esa misma semana tengo un examen de tesis. En ella, Luisa Eleanor Velázquez, una alumna de licenciatura, presenta un más que pertinente análisis de la desaparición en México usando diversos testimonios y algunos conceptos desarrollados por Judith Butler.

De acuerdo con la filósofa estadounidense, si bien todos los seres humanos somos vulnerables y en ese sentido estamos expuestos a la violencia, esta vulnerabilidad se vuelve desmedida en sociedades terriblemente desiguales, como aquellas con lógicas altamente neoliberales. Condiciones estructurales de pobreza, racismo, colonialismo y machismo generan formas de vida desproporcionadamente precarias. No sólo porque determinados grupos sufren de condiciones de vida socialmente desprotegidas, sino que la precariedad misma está conformada por identidades que no son reconocibles como vidas valiosas de preservar: “habitan cuerpos que dejan de ser lamentables para Estados y sociedad”. De esta forma, Luisa explica que en México hay vidas ampliamente protegidas y otras que no son vistas como “motivo de un luto extendido”.

La violencia que vivimos se concibe como la explotación y, de alguna forma, la naturalización de esa vulnerabilidad extrema que resulta en la desaparición y la muerte de determinados grupos sociales en manos del crimen organizado en el que conviven redes de negocios legales e ilegales y de poder. En definitiva, explica, las pérdidas que jamás son registradas y debidamente investigadas como pérdidas terminan por demarcar entre quien posee humanidad y quien no. Nos encontramos ante una realidad establecida sobre cuáles vidas son inteligibles y valiosas que debe ser desafiada.

Efectivamente, la violencia de la que son víctimas los desaparecidos involucra la falta de un reconocimiento de la vida alterada y la de las familias, tanto que la vuelven ininteligible o espectral, relata Luisa. Está sujeta a lo que Butler llama “desrealización”. No hay seguimiento, investigación, luto público, memoria, generando la sensación de que no hubo pérdida, no hay sentimiento de horror e indignación, como lo hay en casos de vidas protegidas que resuenan con los valores hegemónicos. En definitiva, se tiene la percepción de que la violencia se ejerce contra sujetos irreales: “son vidas para las que no cabe ningún duelo porque ya estaban perdidas o porque más bien nunca fueron, y deben ser eliminadas desde el momento en que parecen vivir obstinadamente en ese estado moribundo de precariedad”. Como dice Butler, la desrealización del “Otro” quiere decir que no está ni vivo ni muerto, sino en una interminable condición de espectro. De esta forma, Butler y Luisa nos explican por qué no hay acceso a la justicia, a la verdad y a la memoria, y dan cuenta de esa “normalización” de la violencia, hoy repetida en el discurso público.

Luisa, además, dedica una parte de su análisis a los victimarios de a pie, esos que son los que ejercen directamente la violencia más atroz. Esta precariedad también les caracteriza, ya que mayormente nacen en familias pobres, en medio de violencia familiar y comunal, sin cuidados ni afectos. Se gesta una mezcla entre su experiencia de la violencia, la sensación de que su vida no vale nada porque no tienen futuro ni propósito y una cierta fetichización de “lujos” que los lleva a ver viable una opción laboral en el crimen organizado, cuando no son reclutados por la fuerza debido a la misma precariedad. Pero a su vez estos “trabajos” les privan de su propia humanidad (compasiva) y como relata: “al interior de una jerarquía pareciera que el individuo tiene la ilusión de no poseer responsabilidad ni agencia”.

Pero no todo es desconsuelo, su texto también recupera la forma en que los colectivos de buscadoras/ es han implementado estrategias de protesta y visibilización que intentan refutar esta realidad mediante alianzas plurales y creativas, buscando formas de reconocimiento e inteligibilidad mutua. Las marchas, las pintas, los anti-monumentos y las expresiones artísticas evidencian el desprecio por estas identidades y procuran una “interdependencia habitable”, en términos de Butler. Termino de leer y pienso, “quizá no estamos del todo perdidos, pero tendremos que procurar juntos”.

*Profesora del Departamento de Filosofía de la Universidad de Guadalajara.

nalliely.herná[email protected]



Edición: Estefanía Cardeña


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