Opinión
Nalliely Hernández
24/03/2025 | Mérida, Yucatán
Voy camino a la universidad
mientras escucho entrevistas y
crónicas sobre el rancho Izaguirre
en Teuchitlán usado como campo
de reclutamiento y muerte.
Siento náuseas y me comienza a
doler la cabeza con los relatos de
lo encontrado. Miro a mi alrededor y la cotidianidad no se ve interrumpida. Pienso “si no nos paraliza un lugar así, estamos perdidos como ciudadanos”. Lidiar
con la cotidianidad no es opcional
para la mayoría, claro, pero esto
es o debería de ser socialmente
paralizante. Yo misma tengo que
ir a dar clase y sigo mi camino.
En la universidad hay un par de
pintas con el tema. La semana
transcurre con la misma sensación de fondo de esa mañana
de desesperanza. Comienzan las
convocatorias para manifestarse.
Esa misma semana tengo un examen de tesis. En ella, Luisa Eleanor Velázquez, una alumna de
licenciatura, presenta un más que
pertinente análisis de la desaparición en México usando diversos
testimonios y algunos conceptos
desarrollados por Judith Butler.
De acuerdo con la filósofa estadounidense, si bien todos los seres
humanos somos vulnerables y en
ese sentido estamos expuestos a
la violencia, esta vulnerabilidad
se vuelve desmedida en sociedades terriblemente desiguales,
como aquellas con lógicas altamente neoliberales. Condiciones
estructurales de pobreza, racismo,
colonialismo y machismo generan formas de vida desproporcionadamente precarias. No sólo
porque determinados grupos sufren de condiciones de vida socialmente desprotegidas, sino que
la precariedad misma está conformada por identidades que no son
reconocibles como vidas valiosas
de preservar: “habitan cuerpos
que dejan de ser lamentables para
Estados y sociedad”. De esta forma,
Luisa explica que en México hay
vidas ampliamente protegidas y
otras que no son vistas como “motivo de un luto extendido”.
La violencia que vivimos se
concibe como la explotación y, de
alguna forma, la naturalización
de esa vulnerabilidad extrema
que resulta en la desaparición y
la muerte de determinados grupos
sociales en manos del crimen organizado en el que conviven redes
de negocios legales e ilegales y de
poder. En definitiva, explica, las
pérdidas que jamás son registradas y debidamente investigadas
como pérdidas terminan por demarcar entre quien posee humanidad y quien no. Nos encontramos ante una realidad establecida
sobre cuáles vidas son inteligibles
y valiosas que debe ser desafiada.
Efectivamente, la violencia de
la que son víctimas los desaparecidos involucra la falta de un reconocimiento de la vida alterada
y la de las familias, tanto que la
vuelven ininteligible o espectral,
relata Luisa. Está sujeta a lo que
Butler llama “desrealización”. No
hay seguimiento, investigación,
luto público, memoria, generando
la sensación de que no hubo pérdida, no hay sentimiento de horror e indignación, como lo hay
en casos de vidas protegidas que
resuenan con los valores hegemónicos. En definitiva, se tiene la
percepción de que la violencia se
ejerce contra sujetos irreales: “son
vidas para las que no cabe ningún
duelo porque ya estaban perdidas
o porque más bien nunca fueron,
y deben ser eliminadas desde el
momento en que parecen vivir
obstinadamente en ese estado
moribundo de precariedad”. Como
dice Butler, la desrealización del
“Otro” quiere decir que no está ni
vivo ni muerto, sino en una interminable condición de espectro.
De esta forma, Butler y Luisa nos
explican por qué no hay acceso a
la justicia, a la verdad y a la memoria, y dan cuenta de esa “normalización” de la violencia, hoy
repetida en el discurso público.
Luisa, además, dedica una
parte de su análisis a los victimarios de a pie, esos que son los que
ejercen directamente la violencia más atroz. Esta precariedad
también les caracteriza, ya que
mayormente nacen en familias
pobres, en medio de violencia familiar y comunal, sin cuidados ni
afectos. Se gesta una mezcla entre
su experiencia de la violencia, la
sensación de que su vida no vale
nada porque no tienen futuro ni
propósito y una cierta fetichización de “lujos” que los lleva a ver
viable una opción laboral en el
crimen organizado, cuando no
son reclutados por la fuerza debido a la misma precariedad. Pero
a su vez estos “trabajos” les privan
de su propia humanidad (compasiva) y como relata: “al interior de
una jerarquía pareciera que el individuo tiene la ilusión de no poseer responsabilidad ni agencia”.
Pero no todo es desconsuelo, su
texto también recupera la forma en
que los colectivos de buscadoras/
es han implementado estrategias de
protesta y visibilización que intentan refutar esta realidad mediante
alianzas plurales y creativas, buscando formas de reconocimiento e
inteligibilidad mutua. Las marchas,
las pintas, los anti-monumentos y
las expresiones artísticas evidencian
el desprecio por estas identidades
y procuran una “interdependencia
habitable”, en términos de Butler.
Termino de leer y pienso, “quizá no
estamos del todo perdidos, pero tendremos que procurar juntos”.
*Profesora del Departamento de
Filosofía de la Universidad de
Guadalajara.
Edición: Estefanía Cardeña